sábado, 17 de noviembre de 2012

El Sindrome Mandela

Queridos amig@s , para variar, sigo sin tener tiempo para escribir. Ya me estoy preguntando quién se queda con mi tiempo porque parece que no me perteneciera.


Últimamente he estado leyendo la autobiografía de Nelson Mandela- “El largo camino hacia la libertad”- que es, por cierto, una obra apasionante. De esas que atrapan la mente y el alma y la dejan a uno encadenada a cada página, obligada a seguir leyendo y casi sin poder respirar. 

Nelson Mandela no se llamaba Nelson. Su nombre de nacimiento -puesto por su padre conforme la cultura Xhosa- es Rolihlahla, que significa “revoltoso”.  (¿Sería una intuición de su papá, o será que su nombre le generó un destino implacable?)

Uno de los aspectos que más me ha impresionado del relato de este gran revoltoso, es la claridad prístina con la que describe no sólo la manera en que se produjo el apartheid y en qué consistía, sino las razones por las pudo ocurrir.

Claro, uno se pregunta –al igual que con respecto al movimiento nazi- cómo puede ser que estas ideologías pueden llegar a tener aceptación, tanto por parte de quienes lo promueven como por parte de la sociedad toda.

Como primera cuestión, parece que está la conveniencia económica y el poder. 

Obviamente el que después de años de secuestros y esclavitud, la totalidad de la población sudafricana –sus pueblos originarios- fuera privada de sus tierras, tuvieran que pagar arriendo al Estado por ellas, y que para sobrevivir se vieran obligados a ejecutar trabajos mal pagados y en condiciones míseras, permitió que quienes se adueñaron de esas tierras, minas, y del trabajo humano se hicieran ricos. Particularmente Inglaterra.

El mismo fenómeno sucedió durante la segunda guerra mundial.  Los nazis se apropiaron de las casas, de los muebles, dinero, fábricas, joyas, ropa, fuerza laboral y en general de todo lo que tenían los judíos, los gitanos, y las personas con discapacidad mental, entre otros. Se hicieron ricos. 

Pero por otra parte, está el fenómeno que me impresiona más, que es el tema del lavado de cerebro –que fue lento pero seguro en Sudáfrica- que permitió que la barbarie durara no seis años, sino cientos.

Rolihlahla lo describe de manera detallada, cruda y sin rodeos. Describe cómo a los siete años de edad (1925) en su primer día de escuela le cambiaron el nombre por Nelson –ya que los ingleses no podían pronunciar los nombres Xhosas ni de ningún otro pueblo originario-  y tuvo que empezar a usar pantalones. Le enseñaron palabras (que implican conceptos) que en su propio lenguaje no existían, como “tíos” y “primos” ya que en la cultura milenaria Xhosa todos los hermanos de sus padres, son también padre o madre, y los hijos de ellos son hermanos. A partir de ese momento recibió educación británica: le enseñaron que la historia de Sudáfrica comienza en 1652 en vez de miles de años antes, y de múltiples formas tanto sutiles como brutales en lo cotidiano a lo largo de su vida, le hicieron sentir a él –y a todos los demás-que el hombre blanco es superior, que es desarrollado, civilizado, bacán. 

En definitiva lo que permitió que los colonialistas pudieran esclavizar, abusar, robar, y destruir la cultura de tantas personas, fue sin duda por una parte la absoluta falta de respeto por el ser humano, pero también por otra, la convicción íntima –consciente o no- de parte de las víctimas, de ser, efectivamente, inferiores.  

Lamentablemente, no necesitamos recurrir a la historia ni ir a Sudáfrica, para ver esta realidad. La tenemos frente a nuestros ojos todos los días. En nuestro presupuesto nacional -en que se asigna una miseria al tratamiento de  las personas con enfermedades mentales- en las noticias, los avisos publicitarios, en nuestro lenguaje, en todo. La muerte de una persona con dinero recibe más atención que la de otra; nosotros no vamos a un centro comercial: vamos al mall.   No es lo mismo vivir en un lugar que en otro, ni trabajar en un oficio que en otro. Ni el color de piel, ni el apellido. Ni siquiera la estatura.  De hecho, en mi experiencia personal –ya que mido metro y medio- siempre me ocurre que cuando camino en el centro me chocan. A mi marido, quien mide casi dos metros, nunca lo rozan siquiera. 

Al final, una que es mujer y chica, termina convencida que si le quedan las piernas colgando en el sillón de la Corte y tiene que sentarse en la punta para poder alegar, es algo normal. Da lo mismo, total, la mayoría de los abogados son hombres y grandotes. El sillón está pensado para ellos y yo soy quien se tiene que adaptar a la incomodidad y sobre todo, superar la sensación de pequeñez que me provoca el famoso sillón.

Esto es lo que se me ocurre llamar “Síndrome Mandela”. No porque él lo haya sufrido, sino porque él lo describe de una manera genial.  Se trata de un fenómeno que ocurre tanto a nivel social como individual, ha ocurrido desde siempre y seguirá ocurriendo. Alguien abusa de otro, de múltiples formas, incluso sutiles. No le importan las necesidades del otro, no lo respeta. Se comporta como si fuera superior.  Alguien termina convencido que su propio ser vale menos.  Es el eje central del maltrato, y diría más: de la anulación del otro.

Obviamente en lo personal no me  siento anulada cuando me siento en la punta del sillón para poder alegar, pero me pregunto si seremos capaces de lograr algún cambio.  Definitivamente tengo que terminar de leer el libro escrito por mi revoltoso favorito. Capaz que él tenga alguna respuesta.

PD: Hay varias palabras que debemos eliminar de nuestro lenguaje. Una de ellas es “inválido”. No existe una persona que no sea válida. Respetuosamente, podemos decir “persona con discapacidad”.  Otra es la palabra “menor”. Los niños no son inferiores a los adultos. 

miércoles, 4 de julio de 2012

LA LISTA Y EL RENCOR

QUERID@S, perdón por la inmensa demora en escribir. Como siempre, el problema es en parte tiempo, falta de costumbre y ...falta de neuronas que intercambien información.


Últimamente, en plena crisis de invierno, de la edad, de haber terminado la etapa de crianza de los hijos, y en el fondo de tener conciencia de ser mortal (cosa que Aristóteles tenía super clara pero que en esta vorágine del mundo actual a uno se le tiende a olvidar), he estado pensando en hacer una lista de tres cosas que me parecía importante tener en orden  a estas alturas de la vida, que aunque parezca absurdo, puede que uno no las tenga tan claras.  En realidad llevo varias semanas pensando en mi lista y con ganas de escribir, pero como siempre, el día a día parece tragarse el tiempo. Se lo lleva a un hoyo negro insondable y los momentos de silencio que permiten que las musas lleguen son cada vez más difíciles de encontrar.  Sólo  a veces llegan y hay que aprovecharlos. Hoy es uno de esos días.
Mi lista se trataba de tres cosas: las que no quiero dejar de hacer, las cosas que he hecho o dejado de hacer y por las que debo pedir perdón, y las que debo agradecer.
En todos estos días no había podido sentarme en silencio a conversar con mi neurona y empezar a escribir, y creo que hoy descubrí por qué.  Era porque me faltaba algo muy importante: las  personas a quienes debo perdonar.
Las que no quiero dejar de hacer son las más fáciles: escribir otro libro y volver a Galápagos y a Nigeria. Decirles a mis hijos una y otra vez que los adoro y que estoy orgullosa de ellos, hasta que se aburran y me pidan que ya no lo diga más. Decirles a mis amigos que los quiero. Ellos son el bálsamo de la vida, son los incondicionales que comparten las cargas y las hacen menos pesadas, y quienes duplican las alegrías.   Seguir diciéndole a mi marido todos los días que de nuevo me enamoré de él, porque es así. Todos los días me enamoro de nuevo, lo cual es muy importante porque si algún día me da Alzheimer no lo olvidaré.
La lista de las personas a quienes  debo pedir perdón es más difícil, porque mi narcisismo me impide reconocer que las he embarrado muchas veces y lo peor de todo, es que sigo de largo como si nada hubiera ocurrido.  Eso no está bien.  Lo más curioso, es que en esta lista están casi las mismas personas que en las demás.  
La tercera lista, la de las cosas que agradecer,  en realidad casi nunca se trata de cosas sino de personas, porque de eso se trata la vida.  De las relaciones humanas.  Quizás el mayor agradecimiento se lo debo a la Gaby, mi niña que me regaló la oportunidad de amar más allá de lo imaginable, que me enseñó de la forma más dura y dolorosa lo corta que es la vida, y por qué los cariños y los abrazos nunca están de más.  Me enseñó también, que hay sucesos que en la vida entera uno nunca va a poder entender, y que sólo hay que tratar de aceptarlos, todos los días.  Me enseñó que algunas tristezas y nostalgias son para siempre y la única manera de poder soportarlas es viviendo los días de a uno.
La mayoría de las personas que están en estas listas merecen cartas separadas porque las historias son largas, complejas y privadas. Sin embargo hay algunas que puedo mencionar altiro.
A Pepe Ulloa, mi profe de historia, le tengo que agradecer mucho porque me contagió de amor por la historia y las ciencias sociales.  Eso sí, hasta el día de hoy eso de las batallas de Iquique y Rancagua y la diferencia entre José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez son temas que no ingresan a mi neurona.
A   Rodrigo Juica, jefe de carrera de mi Universidad, tengo que agradecerle que haya hecho una excepción al reglamento y me haya permitido dar un examen fuera de plazo. Sin esa decisión, yo no me hubiera titulado.
A don Milton Juica, porque aunque él no sepa, me dio una razón para seguir estudiando hasta titularme.  Un día me paró en la Corte y  yo me asusté, pensando qué embarrada habré hecho y por qué me iba a retar. Claro, solamente nos habíamos visto muchas veces –año tras año- en los pasillos y cuando yo me sentaba detrás de Juan Enrique Prieto (mi mentor) a escuchar sus alegatos.  El Ministro Juica  me para en seco y me pregunta: “¿Cuándo se va a titular usted?”. Yo ya había perdido la cuenta de la cantidad de años que llevaba en el intento, frustrado por múltiples razones: la crianza de los chicos, la falta de lucas, y por sobre todo, la tristeza infinita, paralizadora, de la partida de la Gaby.   Todo eso el Ministro no lo sabía, y le contesté con un simple “No sé”.  Entonces él me dijo algo que nunca se me va a olvidar y que fue lo que me motivó: “Usted tiene un don, y los dones son regalos de Dios. No se deben desperdiciar, porque son para servir a otros”.  Yo no sabía si  tengo un don y menos si es un regalo de dios, pero sí me impactó darme cuenta que tengo habilidad para mi carrera y no utilizarla es un desperdicio imperdonable.
Nunca me imaginé que años después, don Milton Juica iba a llegar a la Suprema y menos que él mismo me entregaría el título. ¡Nadie entendía por qué diablos yo lloraba tanto!    
Tengo que pedirle perdón a Aliro Cornejo por haberle puesto un miguelito en el asiento en el colegio, sobre el que se sentó –que era lo que yo esperaba- pero se lo clavó profundo y ese era el resultado que yo no quería pero debí pensarlo.  Ahora sé que se llama dolo eventual.
A la profe de biología por haberle puesto un ratón dentro del cajón de su escritorio.  Eso fue dolo directo de mi parte, aunque a ella el ratón le pareció de lo más tierno.
A mi hermano Mauricio por haberlo convencido que podía montar conmigo a pelo a la Tonta (nuestra yegua), sabiendo que ella lo detestaba por alguna razón ignota. Una vez que mi pobre hermano se convenció de lo imposible (porque ella siempre lo botaba), fui tan mala con él que le apreté las verijas a la yegua y ahí sí que se puso a corcovear instantáneo y el Mauri terminó en el suelo todo rasmillado y herido.
A mi hermana Bernardita por meterme demasiado en su vida, pero lo hice porque me creo su mamá y porque a ella la creo una niñita aunque es adulta.
Hasta aquí la lista no es tan difícil, aunque obviamente voy a tener que escribir muchos mails personales. La parte difícil es la de las personas a quienes me gustaría poder perdonar.
El rencor es un resentimiento arraigado y tenaz, según el diccionario de la RAE.  Resentimiento es simplemente estar adolorido por algo, lo cual es lo más natural del mundo si alguien la ha herido a uno.  Sin embargo el rencor es un dolor mezclado con rabia que no se quita ni desaparece con el transcurso del tiempo, ni con nada. Para mí que existe una línea muy delgada entre rencor y odio. Simplemente se queda pegado en  el alma para siempre jamás. Sentir rencor contra alguien parece ser una incapacidad total de perdonar. 
Dicen que perdonar es divino, y como no soy una persona religiosa –aunque mi dios favorito es Zeus- siempre he vivido presa de la idea que si alguien me hace daño y no me pide perdón, yo no lo puedo perdonar. Es así como surge el rencor. Es un círculo vicioso porque ni Zeus me manda la gracia de poder perdonar, ni ciertas personas quienes me han causado daño me piden perdón. Es más, son porfiados porque saben que causaron daño y no les importa. Eso sólo me da más rabia.
Ser rencoroso es terrible porque uno vive como pegado en algo del pasado, con cierta incapacidad de mirar hacia el futuro y disfrutar lo bueno y bonito de la vida. El rencor ensombrece lo demás, es una nube negra que la persigue a uno.  Igualito que el “mala suerte” de los Picapiedras.
En este tema sucede algo curioso. Existe una palabra para “rencoroso”, pero ninguna para aquél sobre quien recae el rencor. La tuve que inventar para describirlo, le puse el “rencorado”.  Creo  que tengo una vaga idea de por qué el rencorado no tiene palabra, y es porque no le pasa nada. Causó daño y no le importa lo suficiente como para pedir perdón. Quizás no siente culpa siquiera. Quizás es ciego del alma y ni supo que causó daño. 
Eso sí, el rencorado sufre si ha pedido perdón o al menos explicado su conducta y aún así el rencoroso se mantiene firme en su odio. A nadie le gusta ser odiado, así que algunos rencorados merecen tener una palabra que los defina.
El rencoroso es el que sufre. Olímpicamente debo reconocer que a lo largo de la vida he acumulado muchos rencores y quisiera no tenerlos.   
Ahora estoy en una encrucijada porque soy rencorosa y rencorada a la vez y no sé cómo solucionar ninguna de las dos.