miércoles, 4 de julio de 2012

LA LISTA Y EL RENCOR

QUERID@S, perdón por la inmensa demora en escribir. Como siempre, el problema es en parte tiempo, falta de costumbre y ...falta de neuronas que intercambien información.


Últimamente, en plena crisis de invierno, de la edad, de haber terminado la etapa de crianza de los hijos, y en el fondo de tener conciencia de ser mortal (cosa que Aristóteles tenía super clara pero que en esta vorágine del mundo actual a uno se le tiende a olvidar), he estado pensando en hacer una lista de tres cosas que me parecía importante tener en orden  a estas alturas de la vida, que aunque parezca absurdo, puede que uno no las tenga tan claras.  En realidad llevo varias semanas pensando en mi lista y con ganas de escribir, pero como siempre, el día a día parece tragarse el tiempo. Se lo lleva a un hoyo negro insondable y los momentos de silencio que permiten que las musas lleguen son cada vez más difíciles de encontrar.  Sólo  a veces llegan y hay que aprovecharlos. Hoy es uno de esos días.
Mi lista se trataba de tres cosas: las que no quiero dejar de hacer, las cosas que he hecho o dejado de hacer y por las que debo pedir perdón, y las que debo agradecer.
En todos estos días no había podido sentarme en silencio a conversar con mi neurona y empezar a escribir, y creo que hoy descubrí por qué.  Era porque me faltaba algo muy importante: las  personas a quienes debo perdonar.
Las que no quiero dejar de hacer son las más fáciles: escribir otro libro y volver a Galápagos y a Nigeria. Decirles a mis hijos una y otra vez que los adoro y que estoy orgullosa de ellos, hasta que se aburran y me pidan que ya no lo diga más. Decirles a mis amigos que los quiero. Ellos son el bálsamo de la vida, son los incondicionales que comparten las cargas y las hacen menos pesadas, y quienes duplican las alegrías.   Seguir diciéndole a mi marido todos los días que de nuevo me enamoré de él, porque es así. Todos los días me enamoro de nuevo, lo cual es muy importante porque si algún día me da Alzheimer no lo olvidaré.
La lista de las personas a quienes  debo pedir perdón es más difícil, porque mi narcisismo me impide reconocer que las he embarrado muchas veces y lo peor de todo, es que sigo de largo como si nada hubiera ocurrido.  Eso no está bien.  Lo más curioso, es que en esta lista están casi las mismas personas que en las demás.  
La tercera lista, la de las cosas que agradecer,  en realidad casi nunca se trata de cosas sino de personas, porque de eso se trata la vida.  De las relaciones humanas.  Quizás el mayor agradecimiento se lo debo a la Gaby, mi niña que me regaló la oportunidad de amar más allá de lo imaginable, que me enseñó de la forma más dura y dolorosa lo corta que es la vida, y por qué los cariños y los abrazos nunca están de más.  Me enseñó también, que hay sucesos que en la vida entera uno nunca va a poder entender, y que sólo hay que tratar de aceptarlos, todos los días.  Me enseñó que algunas tristezas y nostalgias son para siempre y la única manera de poder soportarlas es viviendo los días de a uno.
La mayoría de las personas que están en estas listas merecen cartas separadas porque las historias son largas, complejas y privadas. Sin embargo hay algunas que puedo mencionar altiro.
A Pepe Ulloa, mi profe de historia, le tengo que agradecer mucho porque me contagió de amor por la historia y las ciencias sociales.  Eso sí, hasta el día de hoy eso de las batallas de Iquique y Rancagua y la diferencia entre José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez son temas que no ingresan a mi neurona.
A   Rodrigo Juica, jefe de carrera de mi Universidad, tengo que agradecerle que haya hecho una excepción al reglamento y me haya permitido dar un examen fuera de plazo. Sin esa decisión, yo no me hubiera titulado.
A don Milton Juica, porque aunque él no sepa, me dio una razón para seguir estudiando hasta titularme.  Un día me paró en la Corte y  yo me asusté, pensando qué embarrada habré hecho y por qué me iba a retar. Claro, solamente nos habíamos visto muchas veces –año tras año- en los pasillos y cuando yo me sentaba detrás de Juan Enrique Prieto (mi mentor) a escuchar sus alegatos.  El Ministro Juica  me para en seco y me pregunta: “¿Cuándo se va a titular usted?”. Yo ya había perdido la cuenta de la cantidad de años que llevaba en el intento, frustrado por múltiples razones: la crianza de los chicos, la falta de lucas, y por sobre todo, la tristeza infinita, paralizadora, de la partida de la Gaby.   Todo eso el Ministro no lo sabía, y le contesté con un simple “No sé”.  Entonces él me dijo algo que nunca se me va a olvidar y que fue lo que me motivó: “Usted tiene un don, y los dones son regalos de Dios. No se deben desperdiciar, porque son para servir a otros”.  Yo no sabía si  tengo un don y menos si es un regalo de dios, pero sí me impactó darme cuenta que tengo habilidad para mi carrera y no utilizarla es un desperdicio imperdonable.
Nunca me imaginé que años después, don Milton Juica iba a llegar a la Suprema y menos que él mismo me entregaría el título. ¡Nadie entendía por qué diablos yo lloraba tanto!    
Tengo que pedirle perdón a Aliro Cornejo por haberle puesto un miguelito en el asiento en el colegio, sobre el que se sentó –que era lo que yo esperaba- pero se lo clavó profundo y ese era el resultado que yo no quería pero debí pensarlo.  Ahora sé que se llama dolo eventual.
A la profe de biología por haberle puesto un ratón dentro del cajón de su escritorio.  Eso fue dolo directo de mi parte, aunque a ella el ratón le pareció de lo más tierno.
A mi hermano Mauricio por haberlo convencido que podía montar conmigo a pelo a la Tonta (nuestra yegua), sabiendo que ella lo detestaba por alguna razón ignota. Una vez que mi pobre hermano se convenció de lo imposible (porque ella siempre lo botaba), fui tan mala con él que le apreté las verijas a la yegua y ahí sí que se puso a corcovear instantáneo y el Mauri terminó en el suelo todo rasmillado y herido.
A mi hermana Bernardita por meterme demasiado en su vida, pero lo hice porque me creo su mamá y porque a ella la creo una niñita aunque es adulta.
Hasta aquí la lista no es tan difícil, aunque obviamente voy a tener que escribir muchos mails personales. La parte difícil es la de las personas a quienes me gustaría poder perdonar.
El rencor es un resentimiento arraigado y tenaz, según el diccionario de la RAE.  Resentimiento es simplemente estar adolorido por algo, lo cual es lo más natural del mundo si alguien la ha herido a uno.  Sin embargo el rencor es un dolor mezclado con rabia que no se quita ni desaparece con el transcurso del tiempo, ni con nada. Para mí que existe una línea muy delgada entre rencor y odio. Simplemente se queda pegado en  el alma para siempre jamás. Sentir rencor contra alguien parece ser una incapacidad total de perdonar. 
Dicen que perdonar es divino, y como no soy una persona religiosa –aunque mi dios favorito es Zeus- siempre he vivido presa de la idea que si alguien me hace daño y no me pide perdón, yo no lo puedo perdonar. Es así como surge el rencor. Es un círculo vicioso porque ni Zeus me manda la gracia de poder perdonar, ni ciertas personas quienes me han causado daño me piden perdón. Es más, son porfiados porque saben que causaron daño y no les importa. Eso sólo me da más rabia.
Ser rencoroso es terrible porque uno vive como pegado en algo del pasado, con cierta incapacidad de mirar hacia el futuro y disfrutar lo bueno y bonito de la vida. El rencor ensombrece lo demás, es una nube negra que la persigue a uno.  Igualito que el “mala suerte” de los Picapiedras.
En este tema sucede algo curioso. Existe una palabra para “rencoroso”, pero ninguna para aquél sobre quien recae el rencor. La tuve que inventar para describirlo, le puse el “rencorado”.  Creo  que tengo una vaga idea de por qué el rencorado no tiene palabra, y es porque no le pasa nada. Causó daño y no le importa lo suficiente como para pedir perdón. Quizás no siente culpa siquiera. Quizás es ciego del alma y ni supo que causó daño. 
Eso sí, el rencorado sufre si ha pedido perdón o al menos explicado su conducta y aún así el rencoroso se mantiene firme en su odio. A nadie le gusta ser odiado, así que algunos rencorados merecen tener una palabra que los defina.
El rencoroso es el que sufre. Olímpicamente debo reconocer que a lo largo de la vida he acumulado muchos rencores y quisiera no tenerlos.   
Ahora estoy en una encrucijada porque soy rencorosa y rencorada a la vez y no sé cómo solucionar ninguna de las dos.