Últimamente he estado leyendo la autobiografía
de Nelson Mandela- “El largo camino hacia la libertad”- que es, por cierto, una
obra apasionante. De esas que atrapan la mente y el alma y la dejan a uno
encadenada a cada página, obligada a seguir leyendo y casi sin poder
respirar.
Nelson Mandela no se llamaba
Nelson. Su nombre de nacimiento -puesto por su padre conforme la cultura Xhosa- es Rolihlahla, que significa “revoltoso”. (¿Sería una intuición de su papá, o será que su nombre le generó un destino implacable?)
Uno de los aspectos que más me ha
impresionado del relato de este gran revoltoso, es la claridad prístina con la
que describe no sólo la manera en que se produjo el apartheid y en qué consistía, sino las razones por las pudo
ocurrir.
Claro, uno se pregunta –al igual
que con respecto al movimiento nazi- cómo puede ser que estas ideologías pueden
llegar a tener aceptación, tanto por parte de quienes lo promueven como por
parte de la sociedad toda.
Como primera cuestión, parece que está la
conveniencia económica y el poder.
Obviamente el que después de años de secuestros y esclavitud, la totalidad de la
población sudafricana –sus pueblos originarios- fuera privada de sus tierras,
tuvieran que pagar arriendo al Estado por ellas, y que para sobrevivir se
vieran obligados a ejecutar trabajos mal pagados y en condiciones míseras,
permitió que quienes se adueñaron de esas tierras, minas, y del trabajo humano se
hicieran ricos. Particularmente Inglaterra.
El mismo fenómeno sucedió durante
la segunda guerra mundial. Los nazis se apropiaron
de las casas, de los muebles, dinero, fábricas, joyas, ropa, fuerza laboral y
en general de todo lo que tenían los judíos, los gitanos, y las personas con
discapacidad mental, entre otros. Se hicieron ricos.
Pero por otra parte, está el
fenómeno que me impresiona más, que es el tema del lavado de cerebro –que fue
lento pero seguro en Sudáfrica- que permitió que la barbarie durara no seis
años, sino cientos.
Rolihlahla lo describe de manera
detallada, cruda y sin rodeos. Describe cómo a los siete años de edad (1925) en
su primer día de escuela le cambiaron el nombre por Nelson –ya que los ingleses
no podían pronunciar los nombres Xhosas ni de ningún otro pueblo originario- y tuvo que empezar a usar pantalones. Le
enseñaron palabras (que implican conceptos) que en su propio lenguaje no
existían, como “tíos” y “primos” ya que en la cultura milenaria Xhosa todos los hermanos de sus padres, son también padre o madre, y los hijos de ellos son hermanos. A partir de ese momento recibió educación británica:
le enseñaron que la historia de Sudáfrica comienza en 1652 en vez de miles de
años antes, y de múltiples formas tanto sutiles como brutales en lo cotidiano a lo largo
de su vida, le hicieron sentir a él –y a todos los demás-que el hombre blanco
es superior, que es desarrollado, civilizado, bacán.
En definitiva lo que permitió que
los colonialistas pudieran esclavizar, abusar, robar, y destruir la cultura de
tantas personas, fue sin duda por una parte la absoluta falta de respeto por el
ser humano, pero también por otra, la convicción íntima –consciente o no- de
parte de las víctimas, de ser, efectivamente, inferiores.
Lamentablemente, no necesitamos
recurrir a la historia ni ir a Sudáfrica, para ver esta realidad. La tenemos
frente a nuestros ojos todos los días. En nuestro presupuesto nacional -en que
se asigna una miseria al tratamiento de las personas con enfermedades mentales- en las noticias, los avisos publicitarios, en nuestro lenguaje, en todo. La muerte de
una persona con dinero recibe más atención que la de otra; nosotros no vamos a
un centro comercial: vamos al mall. No es lo mismo vivir en un lugar que en otro,
ni trabajar en un oficio que en otro. Ni el color de piel, ni el apellido. Ni
siquiera la estatura. De hecho, en mi
experiencia personal –ya que mido metro y medio- siempre me ocurre que cuando
camino en el centro me chocan. A mi marido, quien mide casi dos metros, nunca
lo rozan siquiera.
Al final, una que es mujer y chica, termina convencida que si le quedan las piernas colgando en el sillón de la Corte y tiene que sentarse en la punta para poder alegar, es algo normal. Da lo mismo, total, la mayoría de los abogados son hombres y grandotes. El sillón está pensado para ellos y yo soy quien se tiene que adaptar a la incomodidad y sobre todo, superar la sensación de pequeñez que me provoca el famoso sillón.
Esto es lo que se me ocurre
llamar “Síndrome Mandela”. No porque él lo haya sufrido, sino porque él lo
describe de una manera genial. Se trata de un fenómeno que
ocurre tanto a nivel social como individual, ha ocurrido desde siempre y
seguirá ocurriendo. Alguien abusa de otro, de múltiples formas, incluso sutiles.
No le importan las necesidades del otro, no lo respeta. Se comporta como si fuera superior. Alguien termina convencido que su propio ser
vale menos. Es el eje central del
maltrato, y diría más: de la anulación del otro.
Obviamente en lo personal no me siento anulada cuando me siento en la punta del sillón para poder alegar, pero me pregunto si seremos capaces de lograr algún
cambio. Definitivamente tengo que terminar de leer el libro escrito por mi
revoltoso favorito. Capaz que él tenga alguna respuesta.
PD: Hay varias palabras que
debemos eliminar de nuestro lenguaje. Una de ellas es “inválido”. No existe una
persona que no sea válida. Respetuosamente, podemos decir “persona con
discapacidad”. Otra es la palabra
“menor”. Los niños no son inferiores a los adultos.