Conocí a mi amiga P. hace más o menos 26 años, en una fiesta. Nos pusimos a conversar y nunca más paramos. Ella nació el 27 de junio de 1960, yo el 25 de junio de 1961. Siempre, cuando hay que “cortar el queque” en alguna de nuestras conversaciones y decidir quién tiene razón, ella me dice “Ya, pero cuando tú naciste yo ya caminaba” y con eso queda todo zanjado. Definitivamente tiene autoridad sobre mí porque claro, ella tiene 363 días más de sabiduría.
Excepto los días 25 y 26 de junio de cada año, que tenemos la misma
edad, y yo aprovecho esos dos días al máximo. Por eso escribo esta entrada un 26 de junio. No es casualidad, es aprovechamiento puro.
(Imagínense lo que pasa con mi ilustrísimo cónyuge sobreviviente, 4 años menor que yo. “Cuando Ud. nació, yo ya hace rato que sabía manejar un triciclo”).
Hoy ambas tenemos 60 años de edad, y hemos pasado casi la mitad de nuestras vidas siendo amigas.
Mi amiga P.
y yo somos súper distintas. Ella es tranquila, le encanta cocinar, no es nada
de impulsiva, tiene una capacidad infinita de reflexionar y es inquieta,
siempre quiere aprender cosas nuevas. Casi nunca podemos vernos un sábado
durante el día porque ella está en clases de algo, desde cerámica hasta
acordeón, pasando por yoga, pilates y otras cosas de nombres difíciles y
posiciones antinaturales que yo jamás podría hacer porque soy más tiesa que un
refrigerador (excepto cuando estuve en clases de Taekwondo, cosa que ella no
haría, pero lo hice para aprender a defenderme después que me pegaron un puñete
saliendo de una audiencia, no por inquieta como ella).
Una sola vez
tomamos clases juntas, de percusión. Ella, por supuesto, conocía un instrumento
que se llama Derbake (o Darbuka), yo me enamoré de él. Sorprendentemente, resulté ser seca para la percusión en cambio ella no le
achuntaba a ni una, y ¡abandonó las clases! Claro que como
soy rebelde y bruta, un día se me ocurrió llevar el Djembé (otro instrumento,
más liviano) para protestar, le di literalmente como caja durante tres horas y
terminé operada de un brazo. Tenía que haber mirado mi carné antes de hacer esa
lesera.
Tenemos cosas en común también, por ejemplo coleccionamos objetos. P. es más bien recolectora de objetos múltiples, que encuentra cachureando en mil lugares. Es capaz de encontrar manillas, golpeadores o tiradores de puerta de bronce del año de la cueca, con incrustaciones de nácar con las formas más increíbles, o una olla de cerámica pintada a mano que pesa 4 kilos, incluso lavamanos, y se los trae en una maleta desde México, o aros de plata con amatista hechos por algún orfebre, aunque sus preferidos son los de ámbar. Ella encuentra las cosas más insólitas y siempre logra ubicarlas en su casa de modo tal que cada detalle tiene belleza y vida propia. No necesita tener primero una puerta donde colocar el tirador, su alma es al revés: se enamora del tirador y después encuentra la puerta perfecta donde ponerlo.
Yo en cambio, colecciono cosas que suenan. No veo las manillas de puertas, no veo los aros con amatista, mi mirada siempre va hacia las campanas, los cencerros, los timbres de hotel. Cuando P. viaja, o cachurea, si se encuentra una campana bonita, me la trae de regalo, aunque debo decir que en los últimos años se le pegó mi onda por las campanas, no sé cómo logra encontrar unas increíbles como por ejemplo una antigua de ferrocarril, y no me la regala nica, así que ahora ambas tenemos campanas, sólo que las mías creo que pueden llamarse colección porque tengo como 250. Por mi parte, cuando viajo, si encuentro algún collar o aros lindos de ámbar se los traigo, y sé que su piedra favorita es la aguamarina, así que cuando estuve en Nigeria aproveché de traerle unas preciosas.
Es tanta nuestra conexión, que hace unos años, un día sábado me acuerdo, Carlos y yo fuimos al mercado Bio Bio a ver si encontrábamos alguna campana bonita. Obviamente ir al Bio Bio es un paseo, no un ataque de consumismo.
Vimos un timbre de hotel antiguo, yo lo quería comprar pero no sonaba, y como Carlos es pragmático, no le encontró ninguna gracia, para qué comprar un timbre que no suena. A mi me da lo mismo, simplemente colecciono cosas que suenan aunque ya no suenen. Es absurdo, pero me fascinan igual. De todos modos me pareció razonable la opinión de Carlos así que decidimos seguir buscando y ese día no encontramos ninguna campana.
Esa misma noche, me llama mi amiga P., y me dice "Escucha!" y escucho un sonido maravilloso, un timbre que sonaba como "trriiin trriiiin trriin". No lograba distinguir qué clase de aparato podía generar un sonido tan lindo y curioso, y P. me dice "te está esperando, vente altiro pa mi casa", y claro, como siempre hemos sido vecinas, llegué en 5 minutos. Cual no fuera mi sorpresa, cuando veo que tenía en sus manos el mismo timbre que vi con Carlos en la mañana, idéntico, y atónita le pregunto:
-"¡¿Cómo cresta la arreglaste?! ¡La vi esta mañana en el Bio Bio y no sonaba!"
P : "La compré en el Parque de Los Reyes esta mañana, y estaba así, nadie la arregló".
yo :"¡Pero cómo, si yo la vi en el Bio Bio y no sonaba!"
Bueno, el asunto es que eran dos timbres de hotel antiquísimos, idénticos. La única diferencia era que uno sonaba y el otro no. Obviamente eran hermanos, como nosotras, y el día siguiente partimos con Carlos a comprar el que no sonaba. Y ahí están, los timbres hermanos, en la colección.
Esos timbres representan perfecto nuestra amistad.
Durante más de 15 años celebrábamos
“nuestro” cumpleaños el día 26, obvio, el día “sándwich”, porque además teníamos
varias amigas en común, o, mejor dicho, heredé amigas de ella.
En el fondo, estábamos en
modo sobrevivencia con niños, sin pareja. Ambas sin redes de apoyo familiares,
así que ella se convirtió en “mamá de repuesto” de los míos, y yo en ídem de
los suyos. Incluso “apoderada de repuesto” en los colegios, para casos de
emergencia. Ella siempre fue mi contacto de emergencia en caso de accidente de
aviones, hasta hace 12 años que esa carga la lleva Carlos, pero si viajamos
juntos, mi amiga vuelve a ocupar ese lugar.
Desde el 96, solíamos
juntarnos los martes en la noche, a veces sábado o domingo a la hora de almuerzo que duraba hasta la noche, con otras amigas, a
hacer nuestros aquelarres. Con el correr de los años, descubrimos que la manera más sana de elegir pareja
era a través de los ojos de las demás, porque pucha, hay que reconocer que teníamos mal ojo para
esos menesteres.
En nuestros aquelarres, a veces éramos 4, 6, 3, dependiendo de las particulares circunstancias de cada una, nos reíamos durante horas de nuestros propios infortunios. Éramos, como se diría hoy, un grupo de pura sororidad. De repente aparecían ideas o frases geniales que anotábamos en servilletas, para algún día escribir un libro. Ninguna se acuerda hoy, quién era la encargada de guardar las servilletas. Una de las cosas que íbamos a hacer era un manual de huevones, teníamos una larga lista de siglas: WCH (chanta), WM (miserable), WD (desgraciado), WP1 (penca), WP2 (pusilánime) y muchas más.
Planificábamos dónde íbamos a pasar
nuestras vejeces, durante un tiempo era en una playa en el norte de Brasil,
después se nos ocurrió Tahití, en algún momento nos dimos cuenta de que las cifras
jamás nos alcanzarían y cambiamos el plan por un departamento en un tercer piso
sin ascensor (muy importante, para hacer ejercicio) jugando canasta. No se nos pasó por la mente, que podríamos
rehacer nuestras vidas en lo que a pareja se refería. Claro, ya pasados los 40
y tantos, las estadísticas iban en contra, sobre todo considerando a los WG (gorreros)
que cambian a sus parejas por un modelo más joven, sin considerar que es
altamente probable que les hagan lo mismo a ellos después, pero eso es harina
de otro costal.
Nos reíamos, llorábamos, reclamábamos
e imaginariamente arreglábamos el mundo en nuestras horas incontables de
tertulias. Luego, 2008-2009 aparecieron nuestras parejas, mi Carlos y su E., y
obviamente la dinámica de los aquelarres se diluyó, o disminuyó en intensidad,
pero jamás hemos podido acotar nuestras conversaciones a modo “breve”, sobre
todo que con el pasar del tiempo, se han agregado nuestros recuerdos haciendo cosas juntas, que nos hacen
reír una y otra vez.
P. y las demás amigas de
los aquelarres, se reían de mi porque yo no sabía cocinar, me demoraba como
media hora en pelar un pepino y destrozaba los tomates. De hecho, se ríen (y yo
también, de mi misma) hasta el día de hoy, ya que aun cuando ahora puedo pelar
pepinos, igual cocinar es un hoyo negro incomprensible e indómito para mí. Eso sí, tengo un solo argumento a mi favor, y
es que soy zurda entera, y la mayoría de los cuchillos son para diestros, por
eso (además que tengo cero habilidad) si no tengo un cuchillo con filo en ambos
lados, los tomates, pepinos, lo que sea en mis manos, termina indefectiblemente
destrozado.
Nunca se me va a olvidar una
vez que me invitó a almorzar un domingo, y estaba invitado también un amigo de
ella, de Rapa Nui. El se destacaba por ser directo, le encantó una plancha
antigua de esas que se ponen sobre carbón, que P. tenía de adorno. La miró, y
le dijo “Oye, me podís regalar esa plancha, me sirve pa´l campo”. No fue en
tono de pregunta, sino una afirmación, y obvio, P. le regaló la plancha.
Acto seguido él me mira y me
dice “Y tú, ¿sabís planchar?” a lo que respondí con la verdad: no. Luego me pregunta
si sabía cocinar, y le respondí nuevamente con la verdad: no. Y espeta sorprendido
y de forma muy natural “¡¿¿Y pa qué servís entonces??!” Mi mente a mil por
hora, pensando de qué podía servir ser abogada, en el contexto de su cultura,
concluí que igual no servía de mucho y le contesté “Sé escribir”. Su respuesta
fue obvia: “Chu, mansa gracia poh, si todos sabemos escribir”.
Esa conversación se convirtió
en una anécdota que salió del continente. Meses, quizás un año después fui a
Rapa Nui con ella (allá todos la conocían por su trabajo), cada dos pasos
alguien la saludaba, ella me presentaba como su amiga, y preguntaban “¡¡¿Esta
es tu amiga, la que no sabe cocinar?!!” y así quedé etiquetada para siempre como
“la que no sabe cocinar”. O sea, la persona (mujer) más ridículamente inútil
del planeta. En todo caso, fui acogida amorosamente por todos ellos, quizás con
algo de compasión por mi inutilidad.
P. siempre descubre comidas
ricas, aderezos, cosas raras que a mi jamás se me ocurrirían, típicas de comida
árabe o egipcia o finlandesa, porque ella es atómicamente multicultural, y yo
quedo sin poder acordarme cómo se llaman, antojada de comer esas delicias, pero
es como si fueran de ella, de su casa, no logro “copiar el modelo” o siquiera
remotamente replicarlo, aunque ahora gracias a que me dio el dato de una página web, logré obtener una de las mil cosas ricas que ella conoce.
Durante décadas, excepto el
año 2001, fuimos vecinas o vivíamos a menos de 10 minutos de distancia. La casa
de ella era mi refugio en días de pena, que fueron muchos, y su puerta siempre ha
estado abierta. Nos convertimos en hermanas. Como somos distintas, mi casa no
era refugio de ella, es más introvertida y cuando está triste, no lo comenta.
Pero yo la conozco, conozco sus silencios, a veces cuando intuyo que me
necesita o que puedo ser útil, voy, toco el timbre, y conversamos, y conversamos
y seguimos conversando.
La gran excepción de nuestra vecindad fue el año 2001, cuando
estuve viviendo lejos, en Copiapó. Ese año tuve una crisis brutal de flashbacks
del abuso que sufrí de niña, que me provocó una de mis múltiples depresiones
que menos mal ya no sufro. Me quise suicidar. Salí en el auto con la intención
de chocar de frente contra un poste, creía que ya no podía soportar el sufrimiento.
Iba por el camino hacia Tierra Amarilla creo, pensando a qué velocidad tenía
que chocar para matarme de seguro y no quedar en estado vegetativo. De repente
se acabaron los postes y las luces de la calle, y lo único que veía de vez en
cuando era algún pimiento centenario, y pensé que sería horrible asesinar a una
de esas maravillas así que mi plan no me estaba resultando. En un momento, no
sé cómo, pensé que lo que me estaba pasando no era algo propiamente mío, que no era mi manera de ser, que tenía que ser una
enfermedad, y la llamé por celular. Mientras manejaba a una velocidad que mejor
no digo, empezamos a conversar. Ella me daba instrucciones y yo, en modo robot,
las seguía. “Chica, baja la velocidad, ¿a cuánto vas ahora?”, y yo, respondía. 120,
100, 70… hasta que detuve el auto. “¿Paraste ya?” y llorando todavía a moco
tendido como si mis ojos fueran una manguera de bomberos, dije “Si, pero no
tengo idea dónde chucha estoy”. Al día siguiente se puso de acuerdo con un
amigo, y entre los dos (son médicos), me fletaron a Santiago arriba de un
avión, P. me internó en una clínica donde estuve como 15 días, y así fue como le
debo la vida. Varias vidas, en realidad.
En esa internación, fue la
primera vez que entendí -en terapia- que la irresistible no era yo, sino que mi
agresor tenía la culpa, y que probablemente existían otras víctimas. P. me
ofreció ir a funarlo, confrontarlo, lo que sea, pero yo en esa época no quería “dañar
a la familia de él”, pensando en mis primos, y en su mujer, quien era (hasta hace poco) mi tía favorita. P., entendiendo la gravedad de
lo que no tiene nombre, siempre ha respetado mis tiempos. No insistió. Tuvieron
que pasar 17 años más, para que yo pudiera sacarme de encima esa tremenda
mochila que llevaba encima, y entremedio mi amiga P. siempre presente,
apoyando, respetando, acompañando, hasta hoy.
Hace varios años ella compró un terreno
en el sur, con la idea de irse a vivir allá. Compró los muebles para la casa
antes de construirla, porque ella es así. Si se enamora de un mueble, una
alfombra, o un cuadro, lo compra, y como la casa del sur demoró en estar
terminada, durante bastante tiempo su casa tenía dos casas dentro.
Su pareja falleció el año
pasado. No pude abrazarla en ese momento, por este maldito bicho que nos ha cambiado la vida a
todos, pero ahora, ya nos da lo mismo. Hay momentos en la vida, circunstancias,
vínculos, en los que uno deja de lado lo que sea para dar el abrazo que es
necesario.
Hace un par de semanas nos
juntamos en su casa, estábamos Carlos, ella, otra amiga de la vida, (V.), y yo, y
llegó MeJa, (Me-dia hi-Ja), la hija de Carlos quien ya tiene 15 años y la
conocimos cuando tenía tres. Se incorporó a la conversación, al principio
escuchando atenta nuestras anécdotas, luego pasó a mirar con ojos gigantes,
asombrada, y en un momento dado me dice al oído “Esto es lo que yo quiero,
tener una amiga para toda la vida, no pelear y perderla, porque las amigas pueden ser para siempre, no las parejas”, algo así.
Después, ya estando sola con
ella, le expliqué que con P. y V. hemos
discutido y nos hemos enojado varias veces, que así son las relaciones porque
somos todos diferentes, pero que lo importante es superar las dificultades. Lo
importante no es no discutir, sino quererse.
MeJa tiene toda la razón en
lo que observó: hay amistades que perduran, pase lo que pase, y es invaluable. Ahora ella quiere escribir una novela, y lleva "apuntes" en su mente sobre los "personajes y sus características", siendo nosotras, P. y yo, modelos de dos de sus personajes.
Ese día, le dije a P. "Qué lindos tus aros", aros que tenía hace años y probablemente los vi muchas veces antes, pero me fijé en un detalle: no son los dos iguales, y se lo dije. Inmediatamente se los sacó, se puso los anteojos, los miró y me dijo "Nunca me había dado cuenta que no son iguales, son tuyos, además la amatista es tu piedra". Así que ahora tengo los dos aros desiguales. Así es ella generosa, desprendida.
En dos semanas más, mi amiga
P. se va a ir a vivir a su casa del sur.
Sola. Claro, tenemos algo en común: nuestra determinación. Una vez que
decidimos hacer algo, es difícil que nos detengamos.
Ya no vamos a poder tener
nuestras conversaciones en vivo y en directo tan seguido (la pandemia ya había logrado
eso), pero sé que será un cambio más al que nos adaptaremos.
Sin duda la voy a extrañar, aunque tengamos zoom, teléfono, whatsapp y otros medios para comunicarnos de forma virtual, y capaz que me de por manejar 700 kms. para ir a verla, porque mi amiga P. es una de las personas cuya amistad es indivorciable, y al parecer también indestructible.
PD: Mientras escribía esta
entrada, traté de recordar cómo se llaman las comidas ricas que ella descubre y
no pude. Le mandé un whatsapp:
Yo: “¿Cómo se llama esa cosa árabe
rica que se come con aceite y se unta, que es como polvo? ¿Y los pescados ricos
de Finlandia?”
P: “Zahtar - Arenque”
Yo : “¿Y la palabra que siempre se me olvida de los wns que nada les importa?”
P: “Pusilánimes”.
Así de bien nos conocemos. Con pocas palabras, sabemos a qué se refiere la otra.
PD2: Ahora somos awelis de
repuesto, aunque la vida de nuestros respectivos hijos e hijas no es, por
suerte, como la nuestra, así que no nos necesitan en calidad de “repuestos”, es el puro título.
PD3: P. no tiene idea que
estoy escribiendo esto, pero si lo publico antes de las 00:00 no me puede
regañar.
PD4: V. acaba de escribir en
el grupo whatsapp “amigas por siempre”:
“ Hola!!, están celebrando el
doble cumple?”
Yo: “No, pero deberíamos,
cierto?”
V: “Obvio” y mandó esto:
La casa de P., donde hicimos aquelarres durante casi 20 años, está en modo "mudanza", con cajas, P. desarmando las manillas de puertas y todo. Cuando llegué de vuelta a mi casa, lloré.



