sábado, 17 de julio de 2021

LA NOSTALGIA DEL VIAJE QUE NO FUE. CELULAR QUE LO RECUERDA. NO PERDER LA ESPERANZA.

 



No puedo estar más arrepentida de haber dejado para "otro día" comprar una de esas campanas.  Eso fue en el 2019, y el "otro día" no llegó. El herrero que las hace está en un lugar que se llama Veveří, en Chequia (República Checa).


Hoy a las 20:50 sonó mi celular, avisándome de un próximo evento en 10 minutos más. Era la presentación de Rockin1000 en Paris, programada un año antes. Compré las entradas picada, porque el 2020 quedé sin poder ir a ver a primogénito, nuera y nietas a Chequia, debido a la pandemia. En junio de 2020, cuando no pude ir, pensé "Bueno, es lo que hay, voy el próximo año" y en cuanto llegó el black friday o no se qué día de vuelos baratos, aproveché y compré pasajes para ir en julio de 2021. Después descubrí que se estaban vendiendo entradas para Rockin1000, y no lo dudé. Pensé, qué ganas de poder ir a ver ese espectáculo, verlos tocar "We will rock you" que es la canción con que le enseñé a golpear la mesa a nieta mayor, cuando tenía 9 meses. Y ella seguía el ritmo perfecto. Lástima no poder subir el video de ella golpeando la mesa, primogénito me deshereda.

Rockin1000 "We Will Rock You" 👇




Al comprar los pasajes, y las entradas, no dudé que en julio de 2021 la pandemia estaría controlada, todo estaría bien, sería un trago muy amargo, del pasado. Hasta compré los seguros de salud para viajeros. Me equivoqué.


Hace como dos meses me llegó el aviso que Rockin1000 se suspendía hasta 2022. Pensé "qué pena, me habría encantado poder ir, ver y escuchar a 1000 músicos al unísono, sobre todo a los bateristas, queda pendiente para el 2022", pero claro, el viaje no estaba cancelado ni mucho menos. Y seguí soñando.


Cuando se anunció el cierre de fronteras en Chile hasta el 14 de julio, día de nuestra partida, todavía seguía agarrada con dientes y muelas del sueño, el de poder ver a mi hijo, conocer a la nieta nueva, abrazarlos. Ese sueño me permitió sobrevivir mentalmente durante más de un año de encierro casi total. 


Caí en cuenta que no iba a ser posible, de ninguna manera, cuando vi el cierre de fronteras de Chequia hasta el 30 de julio. Allá sí que las cierran de verdad, con candado doble. Imposible entrar o salir. Toda América Latina estaba marcada con color rojo en el mapa. Alto riesgo. No había forma de entrar, ni con vacunas ni ruegos ni llantos. No es No. 


Así, quedé unos días llorando por las esquinas, de pena, de frustración, de rabia, de todo, y más encima sintiéndome culpable por sentirme tan mal, cuando hay miles de personas sufriendo la pérdida de seres queridos, personas conectadas a ventiladores, gente pasando hambre, situaciones muchísimo más graves. 


Entre la pena de no poder ir, hablé con mi nuera, quien son su tono de voz dulce y suave me dice "Perou quizás puedes venir para Navidad, es lindo acá la Navidad", a lo que obviamente le contesté "¡Pero hace tanto frío, me voy a repetir el invierno!" y ella, misma voz dulce con acento gringo , me dice "Ya, perou no hace taaanto fríou, son uno o dos grados no más". Y con eso me derritió. Claramente están esperando a la aweli chilena. 


Así que, como soy persona de cábalas, (esa no la sabían, ¿cierto?) busqué altiro pasaje para ir -esta vez sola- en Diciembre. En realidad el frío es lo de menos.


Me inventé un nuevo sueño, para poder seguir adelante. Navidad en Chequia.


Pandemia de mierda. 


No sé por qué no se me ocurrió borrar el Rockin1000 ni los vuelos de la agenda, pero a cada rato el calendario me recuerda que no estoy en Chequia. Estoy a miles de kilómetros de distancia, da pena, pero estoy viva y más encima, gracias a la operación, ahora puedo escribir. 

Pido disculpas a todos quienes han sufrido muchísimo más, sé que soy privilegiada y quizás no debería quejarme, pero tenía un sueño, una esperanza, y se fue. Necesitaba escribir.

Pandemia de mierda. 

sábado, 26 de junio de 2021

SOBRE UNA AMISTAD INDIVORCIABLE. MI AMIGA P.

 



Conocí a mi amiga P. hace más o menos 26 años, en una fiesta. Nos pusimos a conversar y nunca más paramos. Ella nació el 27 de junio de 1960, yo el 25 de junio de 1961. Siempre, cuando hay que “cortar el queque” en alguna de nuestras conversaciones y decidir quién tiene razón, ella me dice “Ya, pero cuando tú naciste yo ya caminaba” y con eso queda todo zanjado. Definitivamente tiene autoridad sobre mí porque claro, ella tiene 363 días más de sabiduría. 


Excepto los días 25 y 26 de junio de cada año, que tenemos la misma edad, y yo aprovecho esos dos días al máximo. Por eso escribo esta entrada un 26 de junio. No es casualidad, es aprovechamiento puro.

 

(Imagínense lo que pasa con mi ilustrísimo cónyuge sobreviviente, 4 años menor que yo. “Cuando Ud. nació, yo ya hace rato que sabía manejar un triciclo”).


Hoy ambas tenemos 60 años de edad, y hemos pasado casi la mitad de nuestras vidas siendo amigas.


Mi amiga P. y yo somos súper distintas. Ella es tranquila, le encanta cocinar, no es nada de impulsiva, tiene una capacidad infinita de reflexionar y es inquieta, siempre quiere aprender cosas nuevas. Casi nunca podemos vernos un sábado durante el día porque ella está en clases de algo, desde cerámica hasta acordeón, pasando por yoga, pilates y otras cosas de nombres difíciles y posiciones antinaturales que yo jamás podría hacer porque soy más tiesa que un refrigerador (excepto cuando estuve en clases de Taekwondo, cosa que ella no haría, pero lo hice para aprender a defenderme después que me pegaron un puñete saliendo de una audiencia, no por inquieta como ella). 

 

Una sola vez tomamos clases juntas, de percusión. Ella, por supuesto, conocía un instrumento que se llama Derbake (o Darbuka), yo me enamoré de él.  Sorprendentemente, resulté ser seca para la percusión en cambio ella no le achuntaba a ni una, y ¡abandonó las clases!  Claro que como soy rebelde y bruta, un día se me ocurrió llevar el Djembé (otro instrumento, más liviano) para protestar, le di literalmente como caja durante tres horas y terminé operada de un brazo. Tenía que haber mirado mi carné antes de hacer esa lesera. 

 

Tenemos  cosas en común también, por ejemplo coleccionamos objetos. P. es más bien recolectora de objetos múltiples, que encuentra cachureando en mil lugares. Es capaz de encontrar manillas, golpeadores o tiradores de puerta de bronce del año de la cueca, con incrustaciones de nácar con las formas más increíbles, o una olla de cerámica pintada a mano que pesa 4 kilos, incluso lavamanos, y se los trae en una maleta desde México, o aros de plata con amatista hechos por algún orfebre, aunque sus preferidos son los de ámbar. Ella encuentra las cosas más insólitas y siempre logra ubicarlas en su casa de modo tal que cada detalle tiene belleza y vida propia. No necesita tener primero una puerta donde colocar el tirador, su alma es al revés: se enamora del tirador y después encuentra la puerta perfecta donde ponerlo.


Yo en cambio, colecciono cosas que suenan. No veo las manillas de puertas, no veo los aros con amatista, mi mirada siempre va hacia las campanas, los cencerros, los timbres de hotel. Cuando P. viaja, o cachurea, si se encuentra una campana bonita, me la trae de regalo, aunque debo decir que en los últimos años se le pegó mi onda por las campanas, no sé cómo logra encontrar unas increíbles como por ejemplo una antigua de ferrocarril, y no me la regala nica, así que ahora ambas tenemos campanas, sólo que las mías creo que pueden llamarse colección porque tengo como 250. Por mi parte, cuando viajo, si encuentro algún collar o aros lindos de ámbar se los traigo, y sé que su piedra favorita es la aguamarina, así que cuando estuve en Nigeria aproveché de traerle unas preciosas. 


Es tanta nuestra conexión, que hace unos años, un día sábado me acuerdo, Carlos y yo fuimos al mercado Bio Bio a ver si encontrábamos alguna campana bonita. Obviamente ir al Bio Bio es un paseo, no un ataque de consumismo.


Vimos un timbre de hotel antiguo, yo lo quería comprar pero no sonaba, y como Carlos es pragmático, no le encontró ninguna gracia, para qué comprar un timbre que no suena. A mi me da lo mismo, simplemente colecciono cosas que suenan aunque ya no suenen. Es absurdo, pero me fascinan igual. De todos modos me pareció razonable la opinión de Carlos así que decidimos seguir buscando y ese día no encontramos ninguna campana. 


Esa misma noche, me llama mi amiga P., y me dice "Escucha!" y escucho un sonido maravilloso, un timbre que sonaba como "trriiin trriiiin trriin". No lograba distinguir qué clase de aparato podía generar un sonido tan lindo y curioso, y P. me dice "te está esperando, vente altiro pa mi casa", y claro, como siempre hemos sido vecinas, llegué en 5 minutos. Cual no fuera mi sorpresa, cuando veo que tenía en sus manos el mismo timbre que vi con Carlos en la mañana, idéntico, y atónita le pregunto: 

-"¡¿Cómo cresta la arreglaste?! ¡La vi esta mañana en el Bio Bio y no sonaba!" 

P : "La compré en el Parque de Los Reyes esta mañana, y estaba así, nadie la arregló". 

yo :"¡Pero cómo, si yo la vi en el Bio Bio y no sonaba!" 


Bueno, el asunto es que eran dos timbres de hotel antiquísimos, idénticos. La única diferencia era que uno sonaba y el otro no. Obviamente eran hermanos, como nosotras, y el día siguiente partimos con Carlos a comprar el que no sonaba. Y ahí están, los timbres hermanos, en la colección.




Esos timbres representan perfecto nuestra amistad. 

 

Durante más de 15 años celebrábamos “nuestro” cumpleaños el día 26, obvio, el día “sándwich”, porque además teníamos varias amigas en común, o, mejor dicho, heredé amigas de ella.

 

En el fondo, estábamos en modo sobrevivencia con niños, sin pareja. Ambas sin redes de apoyo familiares, así que ella se convirtió en “mamá de repuesto” de los míos, y yo en ídem de los suyos. Incluso “apoderada de repuesto” en los colegios, para casos de emergencia. Ella siempre fue mi contacto de emergencia en caso de accidente de aviones, hasta hace 12 años que esa carga la lleva Carlos, pero si viajamos juntos, mi amiga vuelve a ocupar ese lugar.

 

Desde el 96, solíamos juntarnos los martes en la noche, a veces sábado o domingo a la hora de almuerzo que duraba hasta la noche, con otras amigas, a hacer nuestros aquelarres. Con el correr de los años, descubrimos que la manera más sana de elegir pareja era a través de los ojos de las demás, porque pucha, hay que reconocer que teníamos mal ojo para esos menesteres.

 

En nuestros aquelarres, a veces éramos 4, 6, 3, dependiendo de las particulares circunstancias de cada una, nos reíamos durante horas de nuestros propios infortunios. Éramos, como se diría hoy, un grupo de pura sororidad.  De repente aparecían ideas o frases geniales que anotábamos en servilletas, para algún día escribir un libro. Ninguna se acuerda hoy, quién era la encargada de guardar las servilletas. Una de las cosas que íbamos a hacer era un manual de huevones, teníamos una larga lista de siglas: WCH (chanta), WM (miserable), WD (desgraciado), WP1 (penca), WP2 (pusilánime) y muchas más. 


Planificábamos dónde íbamos a pasar nuestras vejeces, durante un tiempo era en una playa en el norte de Brasil, después se nos ocurrió Tahití, en algún momento nos dimos cuenta de que las cifras jamás nos alcanzarían y cambiamos el plan por un departamento en un tercer piso sin ascensor (muy importante, para hacer ejercicio) jugando canasta.  No se nos pasó por la mente, que podríamos rehacer nuestras vidas en lo que a pareja se refería. Claro, ya pasados los 40 y tantos, las estadísticas iban en contra, sobre todo considerando a los WG (gorreros) que cambian a sus parejas por un modelo más joven, sin considerar que es altamente probable que les hagan lo mismo a ellos después, pero eso es harina de otro costal.

 

Nos reíamos, llorábamos, reclamábamos e imaginariamente arreglábamos el mundo en nuestras horas incontables de tertulias. Luego, 2008-2009 aparecieron nuestras parejas, mi Carlos y su E., y obviamente la dinámica de los aquelarres se diluyó, o disminuyó en intensidad, pero jamás hemos podido acotar nuestras conversaciones a modo “breve”, sobre todo que con el pasar del tiempo, se han agregado nuestros recuerdos haciendo cosas juntas, que nos hacen reír una y otra vez.

 

P. y las demás amigas de los aquelarres, se reían de mi porque yo no sabía cocinar, me demoraba como media hora en pelar un pepino y destrozaba los tomates. De hecho, se ríen (y yo también, de mi misma) hasta el día de hoy, ya que aun cuando ahora puedo pelar pepinos, igual cocinar es un hoyo negro incomprensible e indómito para mí.  Eso sí, tengo un solo argumento a mi favor, y es que soy zurda entera, y la mayoría de los cuchillos son para diestros, por eso (además que tengo cero habilidad) si no tengo un cuchillo con filo en ambos lados, los tomates, pepinos, lo que sea en mis manos, termina indefectiblemente destrozado.

 

Nunca se me va a olvidar una vez que me invitó a almorzar un domingo, y estaba invitado también un amigo de ella, de Rapa Nui. El se destacaba por ser directo, le encantó una plancha antigua de esas que se ponen sobre carbón, que P. tenía de adorno. La miró, y le dijo “Oye, me podís regalar esa plancha, me sirve pa´l campo”. No fue en tono de pregunta, sino una afirmación, y obvio, P. le regaló la plancha.

 

Acto seguido él me mira y me dice “Y tú, ¿sabís planchar?” a lo que respondí con la verdad: no. Luego me pregunta si sabía cocinar, y le respondí nuevamente con la verdad: no. Y espeta sorprendido y de forma muy natural “¡¿¿Y pa qué servís entonces??!” Mi mente a mil por hora, pensando de qué podía servir ser abogada, en el contexto de su cultura, concluí que igual no servía de mucho y le contesté “Sé escribir”. Su respuesta fue obvia: “Chu, mansa gracia poh, si todos sabemos escribir”.

 

Esa conversación se convirtió en una anécdota que salió del continente. Meses, quizás un año después fui a Rapa Nui con ella (allá todos la conocían por su trabajo), cada dos pasos alguien la saludaba, ella me presentaba como su amiga, y preguntaban “¡¡¿Esta es tu amiga, la que no sabe cocinar?!!” y así quedé etiquetada para siempre como “la que no sabe cocinar”. O sea, la persona (mujer) más ridículamente inútil del planeta. En todo caso, fui acogida amorosamente por todos ellos, quizás con algo de compasión por mi inutilidad.

 

P. siempre descubre comidas ricas, aderezos, cosas raras que a mi jamás se me ocurrirían, típicas de comida árabe o egipcia o finlandesa, porque ella es atómicamente multicultural, y yo quedo sin poder acordarme cómo se llaman, antojada de comer esas delicias, pero es como si fueran de ella, de su casa, no logro “copiar el modelo” o siquiera remotamente replicarlo, aunque ahora gracias a que me dio el dato de una página web, logré obtener una de las mil cosas ricas que ella conoce.




 

Durante décadas, excepto el año 2001, fuimos vecinas o vivíamos a menos de 10 minutos de distancia. La casa de ella era mi refugio en días de pena, que fueron muchos, y su puerta siempre ha estado abierta. Nos convertimos en hermanas. Como somos distintas, mi casa no era refugio de ella, es más introvertida y cuando está triste, no lo comenta. Pero yo la conozco, conozco sus silencios, a veces cuando intuyo que me necesita o que puedo ser útil, voy, toco el timbre, y conversamos, y conversamos y seguimos conversando.

 

La gran excepción de nuestra vecindad fue el año 2001, cuando estuve viviendo lejos, en Copiapó. Ese año tuve una crisis brutal de flashbacks del abuso que sufrí de niña, que me provocó una de mis múltiples depresiones que menos mal ya no sufro. Me quise suicidar. Salí en el auto con la intención de chocar de frente contra un poste, creía que ya no podía soportar el sufrimiento. Iba por el camino hacia Tierra Amarilla creo, pensando a qué velocidad tenía que chocar para matarme de seguro y no quedar en estado vegetativo. De repente se acabaron los postes y las luces de la calle, y lo único que veía de vez en cuando era algún pimiento centenario, y pensé que sería horrible asesinar a una de esas maravillas así que mi plan no me estaba resultando. En un momento, no sé cómo, pensé que lo que me estaba pasando no era algo propiamente mío, que no era mi manera de ser, que tenía que ser una enfermedad, y la llamé por celular. Mientras manejaba a una velocidad que mejor no digo, empezamos a conversar. Ella me daba instrucciones y yo, en modo robot, las seguía. “Chica, baja la velocidad, ¿a cuánto vas ahora?”, y yo, respondía. 120, 100, 70… hasta que detuve el auto. “¿Paraste ya?” y llorando todavía a moco tendido como si mis ojos fueran una manguera de bomberos, dije “Si, pero no tengo idea dónde chucha estoy”. Al día siguiente se puso de acuerdo con un amigo, y entre los dos (son médicos), me fletaron a Santiago arriba de un avión, P. me internó en una clínica donde estuve como 15 días, y así fue como le debo la vida. Varias vidas, en realidad.

 

En esa internación, fue la primera vez que entendí -en terapia- que la irresistible no era yo, sino que mi agresor tenía la culpa, y que probablemente existían otras víctimas. P. me ofreció ir a funarlo, confrontarlo, lo que sea, pero yo en esa época no quería “dañar a la familia de él”, pensando en mis primos, y en su mujer, quien era (hasta hace poco) mi tía favorita. P., entendiendo la gravedad de lo que no tiene nombre, siempre ha respetado mis tiempos. No insistió. Tuvieron que pasar 17 años más, para que yo pudiera sacarme de encima esa tremenda mochila que llevaba encima, y entremedio mi amiga P. siempre presente, apoyando, respetando, acompañando, hasta hoy.

 

Hace varios años ella compró un terreno en el sur, con la idea de irse a vivir allá. Compró los muebles para la casa antes de construirla, porque ella es así. Si se enamora de un mueble, una alfombra, o un cuadro, lo compra, y como la casa del sur demoró en estar terminada, durante bastante tiempo su casa tenía dos casas dentro.

 

Su pareja falleció el año pasado. No pude abrazarla en ese momento, por este maldito bicho que nos ha cambiado la vida a todos, pero ahora, ya nos da lo mismo. Hay momentos en la vida, circunstancias, vínculos, en los que uno deja de lado lo que sea para dar el abrazo que es necesario.

 

Hace un par de semanas nos juntamos en su casa, estábamos Carlos, ella, otra amiga de la vida, (V.), y yo, y llegó MeJa, (Me-dia hi-Ja), la hija de Carlos quien ya tiene 15 años y la conocimos cuando tenía tres. Se incorporó a la conversación, al principio escuchando atenta nuestras anécdotas, luego pasó a mirar con ojos gigantes, asombrada, y en un momento dado me dice al oído “Esto es lo que yo quiero, tener una amiga para toda la vida, no pelear y perderla, porque las amigas pueden ser para siempre, no las parejas”, algo así.

 

Después, ya estando sola con ella, le expliqué que con  P. y V. hemos discutido y nos hemos enojado varias veces, que así son las relaciones porque somos todos diferentes, pero que lo importante es superar las dificultades. Lo importante no es no discutir, sino quererse.

 

MeJa tiene toda la razón en lo que observó: hay amistades que perduran, pase lo que pase, y es invaluable. Ahora ella quiere escribir una novela, y lleva "apuntes" en su mente sobre los  "personajes y sus características", siendo nosotras, P. y yo, modelos de dos de sus personajes. 


Ese día, le dije a P. "Qué lindos tus aros", aros que tenía hace años y probablemente los vi muchas veces antes, pero me fijé en un detalle: no son los dos iguales, y se lo dije. Inmediatamente se los sacó, se puso los anteojos, los miró y me dijo "Nunca me había dado cuenta que no son iguales, son tuyos, además la amatista es tu piedra". Así que ahora tengo los dos aros desiguales. Así es ella generosa, desprendida.



 

En dos semanas más, mi amiga P.  se va a ir a vivir a su casa del sur. Sola. Claro, tenemos algo en común: nuestra determinación. Una vez que decidimos hacer algo, es difícil que nos detengamos.

 

Ya no vamos a poder tener nuestras conversaciones en vivo y en directo tan seguido (la pandemia ya había logrado eso), pero sé que será un cambio más al que nos adaptaremos.

 

Sin duda la voy a extrañar, aunque tengamos zoom, teléfono, whatsapp y otros medios para comunicarnos de forma virtual, y capaz que me de por manejar 700 kms. para ir a verla, porque mi amiga P. es una de las personas cuya amistad es indivorciable, y al parecer también indestructible.

 

PD: Mientras escribía esta entrada, traté de recordar cómo se llaman las comidas ricas que ella descubre y no pude. Le mandé un whatsapp:

Yo: “¿Cómo se llama esa cosa árabe rica que se come con aceite y se unta, que es como polvo? ¿Y los pescados ricos de Finlandia?”

P: “Zahtar - Arenque”

Yo : “¿Y la palabra que siempre se me olvida de los wns que nada les importa?”

P: “Pusilánimes”.

 

Así de bien nos conocemos. Con pocas palabras, sabemos a qué se refiere la otra.

 

PD2: Ahora somos awelis de repuesto, aunque la vida de nuestros respectivos hijos e hijas no es, por suerte, como la nuestra, así que no nos necesitan en calidad de “repuestos”, es el puro título.

PD3: P. no tiene idea que estoy escribiendo esto, pero si lo publico antes de las 00:00 no me puede regañar.

PD4: V. acaba de escribir en el grupo whatsapp “amigas por siempre”:

“ Hola!!, están celebrando el doble cumple?”

Yo: “No, pero deberíamos, cierto?”

V: “Obvio” y mandó esto:

 


P: "Holaaa Con mucho pesar, seré la más vieja de las 3 mañana. Les aviso que habrá un asado entre las 2 y las 5 de la tarde en (nombre de la calle donde vive), el último... me voy el 16".


No lo dijo, y ninguna preguntó, pero sé que no hubo celebración de "los" cumple el sábado (26) porque se pasó el día entero atendiendo pacientes. 


La casa de P., donde hicimos aquelarres durante casi 20 años, está en modo "mudanza", con cajas, P. desarmando las manillas de puertas y todo. Cuando llegué de vuelta a mi casa, lloré. 


Atte., Aweli vintage, escribidora, rebelde con causa.

sábado, 22 de mayo de 2021

Enteramente bloqueada.

 

 


Hay veces en la vida en las que por más que una quiera escribir sobre algo, simplemente no puede.  Eso me pasó hace una semana.

 

Contexto: tenía que hacer algunos recursos de amparo y una apelación de un recurso ídem, pero cada vez que me sentaba frente al computador, lisa y llanamente no podía.  Pensé al principio, que estaba estresada o cansada, así que me tomaba un recreo.  Salía al jardín, trataba de distraerme hacer otras cosas, volvía a tratar de redactar un recurso de amparo o la apelación y no podía. Mi mente quedaba en blanco frente al Word. Mejor dicho en negro.

 

La apelación era respecto de un recurso de amparo que perdí en la Corte de Apelaciones de Arica. Tiene plazo, así que cada hora que pasaba bloqueada, era una hora menos de plazo.  Después de dos días de esfuerzos infructuosos, pensé que necesitaba hacer algo banal, superficial, que me distrajera completamente, así que fui a la peluquería a que me cortaran el pelo (hacía más de un año que no iba así que igual me hacía falta).

 

La peluquería no hizo efecto, y eso es grave, sé que cuando la peluquería no me logra hacer cambiar de chip, algo más profundo me está pasando, algo más que estar cansada o estresada.

 

        

Me di cuenta de que sentía una profunda tristeza que no me dejaba avanzar, por el recurso de amparo que perdí y que debía apelar. Ese recurso era en favor de una mujer migrante cuyo marido vive en Chile hace más de dos años, trabaja, tiene cédula de identidad chilena para extranjeros. Ellos tienen un hijo de 18 años quien ingresó a Chile junto con su mamá, varios meses después que el marido, por un paso no habilitado, porque no los dejaron entrar pese a que cumplían con todos los requisitos para hacerlo.

 

La señora estuvo tres meses con su hijo en Perú, varada, hasta que decidió ingresar a Chile a reunirse con su marido de manera ilegal. No les quedaba otra. Era eso, o seguir pasando hambre, no tenían dónde ir, porque devolverse a su país de origen definitivamente no era opción.

 

La Intendencia de la Sexta Región (en realidad Intendencia Libertador Bernardo O´Higgins, pero él no me cae bien) decretó la expulsión del hijo quien ingresó a Chile a los 16 años con su mamá y está estudiando en el colegio desde entonces.

 

El INDH interpuso un recurso de amparo en favor del hijo, que fue acogido, por lo tanto, el hijo no va a ser expulsado de Chile.

 

Anteriormente la Intendencia de Arica y Parinacota decretó la expulsión de la mamá, pero ese decreto fue notificado a comienzos de este mes, y me tocó interponer un amparo en su favor ante la Corte de Apelaciones de Arica, para que se dejara sin efecto el decreto de expulsión.

 

Antes de interponer el recurso de amparo, un abogado quien lleva un tiempo trabajando para la Fundación que me contrató, me advirtió que si mi recurso se veía en la primera sala de la Corte de Apelaciones de Arica sería acogido, pero si se veía en la segunda sala de la misma Corte, sería rechazado. Así de simple.

 

El recurso fue visto en la segunda sala.  Por más que me esforcé en hacer un buen alegato, incluso con fundamentos nuevos, como por ejemplo que el ser humano migra para sobrevivir desde los Neanderthal, que la naturaleza no reconoce fronteras, obviamente hice hincapié en el hecho que el marido está trabajando en Chile, etc., la Corte rechazó el recurso, tal como me había advertido mi colega. La segunda sala siempre rechaza. Siempre. Aunque algunas salas de la Corte Suprema le revoque los fallos, una y otra vez.

 

De esta manera se mantiene vigente la orden de expulsión de una madre quien se vino a Chile con la esperanza de que su familia pudiera sobrevivir, comer, lo que en su país de origen no era posible.

 

Cuando una trabaja como abogada, está acostumbrada a que las resoluciones o sentencias judiciales no sean siempre las que una espera.  El abogado que diga que gana todos los juicios está mintiendo, o solo patrocina juicios que son imposibles de perder, como por ejemplo demandar alimentos para un niño o niña.

 

Sin embargo, cuando leí el fallo de la Corte que rechaza el amparo de la señora, lloré y lloré y lloré.  No recuerdo haber sufrido un impacto emocional tan grande con un fallo representando a otra persona.  Sí lloré y mucho, durante el juicio seguido por la muerte de mi hija, pero esa es otra historia. Es muy distinto a sufrir por un fallo en que uno representa a otra persona.

 

Al principio pensé que lo que me dolía era la situación de la señora.  Pensaba qué barbaridad más grande, que el padre y el hijo puedan quedarse en Chile, y que expulsen a la madre.  Con el correr de los días yo seguía con el bloqueo a pesar de que mi deber era interponer la apelación dentro de un plazo, lo me causaba aún más angustia.  No podía redactar el recurso de apelación, y tampoco podía entender por qué estaba tan bloqueada, tan incapacitada de poder hacer algo que estoy acostumbrada a hacer.

     

        No había siquiera un dios al que pudiera recurrir para pedir ayuda, ni Buda, ni la Pachamama, ni siquiera Zeus, al que recurro en caso de emergencia porque es el dios más desocupado que existe, y supongo que si soy la única que le reza, me tendría que escuchar, pero tampoco. Mi bloqueo era total.


Cuando me tocó mi habitual ahora con mi psicólogo lloré a moco tendido, y conversando con él pudimos aclarar cuál era el origen de tanto dolor. Era el hecho que se sabe con anticipación qué va a decidir una sala u otra de distintas Cortes de Apelaciones del país, así como de la Corte Suprema en esta materia. La legalidad o ilegalidad y arbitrariedad de los decretos de expulsión de migrantes, cuando no se ha acreditado que hayan cometido algún delito. Ese es el tema de discusión. Algunas salas estiman que es arbitrario e ilegal, por lo tanto acogen los recursos, y otras estiman que las Intendencias tienen facultades administrativas para expulsar gente, sin que en ningún momento esas personas puedan ejercer derecho a defensa, por lo tanto rechazan los recursos.

 

Esto significa que da lo mismo cuánto me esfuerce. Da lo mismo cuántas ideas se me ocurran, cómo redacte un recurso o si alego bien o alego mal, porque cada sala de cada Corte tiene su decisión tomada respecto de esta materia desde hace tiempo y al parecer nada puede modificar eso.

        

Mi psicólogo le puso nombre a lo que yo sentía. Se llama desesperanza. Es más que frustración, más que rabia. Estoy acostumbrada a la rabia y a la frustración, incluso la tristeza, pero no a la desesperanza total y absoluta. Sentir que todo lo que haga da lo mismo porque estoy hablándole a una pared de roca paleontololígica.

 

Una vez que me sequé las lágrimas y se terminó la sesión con el psicólogo, me quedé pensando, ¿Con qué se combate la desesperanza cuando ésta es tan rotunda?  ¿Cómo se derrumba una pérdida total de confianza en el sistema judicial?

 

Es insoportable la sensación, o mejor dicho casi certeza, que el destino de la persona a quien una defiende depende de la arbitrariedad de la sala que le toque, como si fuera tirar un dado en un casino.  Esto no se trata de jugar un juego de azar, se trata de la vida de las personas. Se trata de seres humanos que necesitan sobrevivir, y lo que el humano ha hecho desde tiempos inmemoriales es migrar cuando no puede alimentarse en un lugar determinado.

 

Todos tenemos instinto de supervivencia, es lo más elemental quizás de la naturaleza humana y de la naturaleza misma. ¿Acaso los salmones no nadan contra la corriente para poder desovar? ¿Existe alguna especie, vegetal o animal, que no intente sobrevivir, como sea? No se me ocurre ninguna.

 

Claro que como históricamente se han dibujado líneas que dividen la tierra que es redonda, inventando países, límites, soberanías, etc., tiene que haber un orden. Pero ese orden no puede nunca, ser más importante que los derechos humanos.


Al final de cuentas no podía combatir esta desesperanza inventando de manera ficticia una esperanza vana, porque sé que sería una mentira. Sé que si la apelación le toca a una sala x de la Corte Suprema se va a confirmar el fallo que rechaza el recurso de amparo, y que si cae en otra sala se va a revocar y la señora podría quedarse en Chile junto a su marido y a su hijo.

 

         Así, la vida de una familia completa puede verse destruida, o puede tener la oportunidad de sobrevivir, y todo depende de un dado.

 

Finalmente descubrí con qué puedo combatir esa tan profunda desolación, y es pensando que mi deber es hacer mi trabajo de la mejor manera posible, y la responsabilidad ética y moral de la decisión que se tome es de los ministros o ministras de las Cortes. Ilustrísimos o Excelentísimos según cuál sea la Corte, pero la responsabilidad de la decisión es de ellos, no mía. No sé si existe el infierno, a veces pienso que esto ya lo es, pero me quedo tranquila con hacer la pega. Punto final.

 

De este modo, mi conciencia queda tranquila, por el hecho de hacer el esfuerzo, aun sabiendo que la vida de la señora depende del azar, y no de lo que  todos entendemos como la verdadera justicia, aquella en la que un juez evalúa caso a caso, persona a persona, conflicto por conflicto, y de acuerdo a ello, a las pruebas y un sinfín de artículos, toma su decisión, en vez de tener tomada una decisión inamovible en contra de migrantes, sin que importe un bledo las circunstancias personales de cada uno.

 

En el intertanto, por todo esto no pude seguir escribiendo sobre Nigeria tampoco.

 

PD: Logré ingresar la apelación dentro del plazo. Ahora la vida de la señora, de su marido y de su hijo, depende únicamente de la sala que toque en la Corte Suprema. Gracias por leer, en algún momento continuaré con los capítulos sobre Nigeria, porque falta mucho por decir al respecto.

PD2: Si la señora lee esto y se auto identifica, capaz que se enoje porque ella le reza a Jehová. Estoy segura que si la apelación se ve en la sala que acoge  los recursos, me va a decir que fue intervención de J. y capaz que tenga razón, total mi esfuerzo vale callampa. 

domingo, 16 de mayo de 2021

Nigeria: capítulo 11 de ¿ ? Voluntariados y el momento más desgarrador que merece quedar escrito.


(Segundo orfanato pero me fascina esa foto así que la puse primero)



Mónica me ayudó un montón dándome consejos, presentándome a distintas personas quienes hacían labores de voluntariado, a veces íbamos juntas, a veces yo agarraba vuelo por mi cuenta, casi siempre acompañada de Isah, a veces con él y Carlos.


Mientras Carlos seguía trabajando en el Banco Central metido todo el día en un edificio que tenía energía eléctrica, comida y agua, los hombres vestían de terno (algunos de manga corta eso sí, se las cortaban por el calor), yo salía con Isah, nuestro chofer/guardaespaldas y finalmente amigo, a aventurarme en el mundo de la pobreza, de niños y niñas en orfanatos, de mujeres maltratadas. 


Después de ir por primera vez a un orfanato (capítulo 6), y una vez más o menos repuesta del impacto, le comenté a Carlos lo que había visto y le pedí que me acompañara los fines de semana, al menos algunos, a diferentes lugares. Él al principio se resistía, no le veía la lógica al asunto. ¿Para qué ir un par de veces a un orfanato, si igual no podíamos ayudar? Para mi era algo que no tenía nada que ver con lógica. Lo que hacía Mónica era extraordinario, simplemente estar ahí, jugar con los niños y niñas, acompañarlos, porque en realidad las cuidadoras se encargaban sólo de alimentarlos y a veces ni siquiera eso.  


En ese primer orfanato, dirigido por una abogada Nigeriana, conocí a muchos niños, vi cómo se peleaban por un lápiz a color (si mal no recuerdo Mónica llevaba lápices y papel, los niños alucinaban pero no alcanzaban para todos, era una caja y tenían que compartir) y ahí conocí a Joseph. El tiene capítulo aparte que escribí hace más de 10 años. Nadie sabía la edad de él, calculo unos tres añitos, lloraba y lloraba todo el día, y tanto para los demás niños y niñas como para las cuidadoras, era normal que llorara porque era nuevo, y no había que consolarlo, sólo había que esperar a que se acostumbrara. El solito tenía que aprender.  Al principio cuando trataba de acercarme a él, para tan sólo abrazarlo, darle afecto, él me rechazaba, pero pasados unos días, me dejó tomarlo en brazos, lo consolaba en castellano, e incluso cuando yo llegaba iba corriendo hacia mí, al mismo tiempo que los demás niños corrían hacia Mónica. El amor no tiene idioma.



(Joseph)


Un día vi a una cuidadora que mientras caminaba por el pasillo, repartía correazos a quien le llegaran, porque sí. No me acuerdo si era una correa o una rama o un látigo, pero golpeaba a los niños y niñas con mucha fuerza. Algunos lloraban, otros no se atrevían y se tragaban el dolor. Al ver esa conducta me inundó la rabia, y dije a Mónica que debíamos hacer algo. Ella me advirtió que era mejor no hacer nada, porque no era nuestra  labor hacer de vigilantes y menos andar acusando, que además el tema era delicado porque es parte de su cultura y no les gusta que un extranjero les venga a decir lo que deben o no hacer. 


Claro, eso de que otro le venga a decir a uno cómo criar a niños, puede llegar a ser ofensivo. Igual que acá, cuando un sector de nuestra sociedad dice "con mis hijos no te metas", para evitar la educación sexual. 


El asunto es que soy porfiada y rebelde (siempre con causa), y decidí ir a conversar con la directora. En el tono más amable que pude inventar le dije que lamentablemente había visto algo que estaba segura ella no promovía ni aceptaría (sabiendo que sí lo aceptaba), y era esta cuidadora que golpeaba a los niños y niñas mientras caminaba, sin motivo alguno. Para mi, el castigo físico es inaceptable y punto, no hay motivos que lo justifiquen, pero para ellos pensé que quizás ese tipo de castigos era normal, pero debía existir un motivo. Una vez más, me equivoqué. La directora me mandó a la mismísima mierda, que cómo se me ocurría ir a decirle la forma en que debían tratar a los niños, que todos los blancos somos iguales, siempre imponiendo nuestras ideas, y con qué moral venía yo a decir cómo educar a los niños allá, si en Inglaterra muchísimos niños y niñas consumen drogas, en cambio en Nigeria no. 


Paréntesis: siempre me confundían con inglesa o gringa, pero en ese momento los ánimos estaban caldeados y no valía la pena sacarla del error, menos aún si en Chile hay miles de  niños y niñas que sufren maltrato, consumen drogas, etc. 


Cuento corto, me echaron del orfanato con viento fresco, nunca más vi a Joseph ni a los demás niños y niñas, y ni siquiera pude despedirme de ellos.


Ese día, nuevamente, llegué de vuelta al hotel a tirarme de guata a la cama a llorar, hasta poco antes que llegara Carlos.


Por suerte que Mónica solidarizó conmigo, y un sábado o domingo nos llevó a otro hogar, acompañada con su pareja, Newman. 


Fuimos al segundo orfanato que quedaba fuera de la ciudad de Abuja. Era mucho más grande, tenía varias casas, diferenciando a los niños según edad y género. Me concentré primero en las niñas que creo tenían entre 6 y 12 años de edad, mientras que Carlos hizo lo mismo con los niños. El armó un partido de fútbol (creo que llevamos una pelota), y yo jugué a la peluquería. A las niñas mi pelo les llamaba mucho la atención, se reían a carcajadas porque me hacían trenzas y se me desarmaban. Conversamos, jugamos, lo pasamos bien. en el intertanto, Mónica y Newman también jugaban a diferentes cosas. 




Me acuerdo que Mónica era (es) muy creativa, había acumulado algunas de esas cosas que daban en los aviones para cubrir los ojos y poder dormir, y con algo tan simple como eso, inventaba juegos que los niños disfrutaban muchísimo. 



(Mónica con los niños)



(Carlos con su equipo de fútbol)




En ese hogar había muchas niñas musulmanas, no sé si el orfanato lo era, pero era distinto del anterior en ese sentido, y también mucho mejor porque los niños y niñas tenían más espacio, patio para jugar.


Noté que varias de las niñas tenían las marcas de sus tribus, cosa que había visto anteriormente, pero la marcas de dos niñas en particular, me apretaron el corazón. La niña de la foto de entrada, y la de la foto a continuación. Ambas tienen la misma marca, misma mejilla. Para que quede esa cicatriz, las cortan casi al nacer, y ponen ramas de algún arbusto en la herida para evitar la cicatrización, de esa manera la cicatriz queda ancha y perentoria.




En ese momento, mientras trataba de seguir jugando, mi mente recorría la Convención sobre los Derechos del Niño (igual que en el primer orfanato), y pensaba "Qué brutalidad más grande, cortarle la cara a un bebé, para que le quede una cicatriz y marcarlo de por vida". Atentaba contra no sé cuántos artículos de la Convención. Después me di cuenta del orgullo que sienten por sus marcas, forma parte de su identidad. Se identifican más con su tribu que con ser nigerianos, y lo re-pensé. ¿Con qué derecho voy a juzgar esa costumbre, si nosotros les hacemos hoyos en las orejas a las niñas al nacer, para que se pongan aros que nada significan?  Así que más bien me dediqué a escuchar y tratar de aprender.


A la hora del té, Carlos y yo decidimos entrar a la casa de los bebés, niños y niñas de cero a 5 años, más o menos. El olor de esa casa era indescriptible, básicamente un mezcla de orina añeja, y caca. Logramos sobreponernos al olor y nos integramos a jugar con las guaguas. Un bebé vino gateando hacia mí, se sentó, y levantó sus bracitos como diciendo "tómame en brazos", así que le obedecí. Lo tomé en brazos como si fuera mío, para abrazarlo y acogerlo como lo hice con Joseph, pero estuve a punto de vomitar. El hedor que emanaba del pañal de ese bebé era de varios días sin muda, sin baño. No exagero si digo que probablemente el pañal pesaba más que la guagua. Nuevamente me inundé de rabia, y a riesgo de ser expulsada, lo llevé donde una cuidadora y le dije simplemente "Este niño necesita un baño urgente", y nada de sonriente, se lo llevó. 


Alcancé a darme cuenta antes que se lo llevara, que ese bebé que parecía de unos seis meses de edad, que no sabía caminar ni pararse, tenía necesariamente más de un año de edad, por la dentadura. ¡Tenía hasta muelas! ¿Sería un niño con discapacidad? No, porque de tamaño era demasiado pequeño. Era un bebé que no se había desarrollado de acuerdo a su edad, probablemente por desnutrición, negligencia, maltrato, abandono, y por supuesto, falta de afecto y estímulos. 


Al rato avisaron que tomarían el té, había una mesa grande, las niñas y niños se apresuraron en sentarse antes que sirvieran, todos en perfecto orden y silencio. En eso veo al bebé que ya habían bañado, y otro más, gatear a la velocidad de un rayo y ponerse debajo de la mesa. No entendí la conducta de esos dos bebés, ni la de las cuidadoras. ¿Por qué, mientras los demás niños y niñas se sentaban a esperar su té, estos dos bebés gatearon a ponerse debajo de la mesa? ¿Estarían asustados? Mi parte de lobo se agudizó, empecé a observar a la "manada", cada detalle, quien iba, quien venía, los rostros de niños y niñas, los platos, el lenguaje no verbal de los dos bebés que estaban debajo de la mesa. 


Las cuidadoras (eran dos para unos 30 niños y niñas) les sirvieron una taza de té y un pan a cada uno. Voy a decir algo que ya a estas alturas debería ser obvio: el pan no tenía agregado. Nada de mantequilla, mermelada o queso. Solo pan.


En cuanto las niñas y niños sentados a la mesa en silencio sepulcral (yo pensando "qué raro, se portan demasiado bien"), los dos bebés que estaban debajo de la mesa empezaron a movilizarse rápidamente. Uno de ellos en realidad no gateaba sino que se arrastraba usando sólo los brazos. Ambos miraban atentamente el suelo, yo no entendía nada, hasta que lo vi. A medida que los niños mayores comían, caían pequeñas migajas de pan al suelo, que eran recogidas y tragadas rápidamente por los bebés. Ése era su alimento. Las migajas.


Ok. Conectada con ese recuerdo, no puedo seguir. Al menos no por ahora. Hasta el día de hoy, cuando me acuerdo, es como estar allá de nuevo y ver y oler todo, pero en cámara lenta. Es un recuerdo verdaderamente desgarrador. 


Continuará. 


PD: La razón que me dieron las cuidadoras para no darles alimento a los bebés, era porque no sabían sentarse a la mesa por su cuenta. Cuando aprendieran a hacerlo, se ganarían el té. 


PD2: Ese día, Carlos también lloró.


PD3: Después del té, llegaron mujeres musulmanas a regalarle dulces niños y niñas grandes, y se fueron. Era el día de la solidaridad o algo así.


PD4: Mónica (qué impresionante, una especie de reencuentro después de casi 12 años) dejó un comentario en el capítulo 8, y es el siguiente:

"El orfanato de varias casas, el único que parece funcionar realmente bien, está en Gwagwalada y es de Aldeas Infantiles (SOS), una ONG muy reconocida en Europa. ¿Recuerdas que el director nos habló de los derechos de los niños?
Y la aldea donde iba el doctor Abengowe se llama Kobi.
¡Un abrazo!"


miércoles, 12 de mayo de 2021

Nigeria: capítulo 10 de ¿ ? La guata de Carlos y sus consecuencias tragicómicas: nuevos aprendizajes.

 


(Carlos haciendo gesto de "estoy hasta la coronilla", por supuesto que enfermo del estómago)


En el capítulo anterior, quedamos en el pescado asado que se comía entre todos con las manos, sacando de a pedacitos. Por mi parte, después del primer pedazo que me tragué que incluía la piel del pobre pez fallecido, barnizada con ají, casi me da un infarto de lo picante. Creo que me tomé tres botellas de coca-cola para poder superarlo.


Para no variar, aquí viene el paréntesis: la comida nigeriana tradicional es extremadamente picante, y la razón de ello es para aumentar el sudor. Con la transpiración, el cuerpo se enfría y de ese modo soportan mejor el calor. Al menos eso nos dijeron. En definitiva, nunca logré acostumbrarme al picor ni al olor de algunas personas, y terminé adaptándome por la vía de evitar subirme a los  ascensores con mucha gente dentro, y tomando mucha bebida. 


Incluso lo de tomar una bebida envasada era complejo. Ya sabíamos que el hielo estaba fuera de discusión, pero ¿y qué de la higiene de los vasos de plástico, si los lavaban con agua no potable? Había que pensarlo dos veces. Luego, la alternativa que podría haber parecido más eficaz, era tomar directo de la botella, pero tampoco, porque eran de vidrio con tapas de metal, y todo entero oxidado. 


En definitiva, hasta el más mínimo detalle en cuanto a alimentación fuera del hotel, significaba riesgo de terminar nuestra existencia terrenal, porque además, después de tomar tanta bebida había que encontrar algún baño, lo cual podía, en ciertos lugares o mejor dicho en casi todas partes fuera del hotel, revestir características de tragedia.



(baño en una feria, sin energía eléctrica ni agua, puerta de metal sin ventana. Al cerrar la puerta, oscuro como boca de lobo.)

Fue así, que la noche de los pescados, al llegar al Hotel, Carlos ya se sentía pésimo. No voy a entrar en mayores detalles pero digamos que unas horas después de llegar, estaba en serio riesgo de deshidratación.


Llamé a la operadora del hotel, y pregunté dónde había un hospital, explicando que Carlos estaba enfermo. A esas alturas, ya nos conocían, Carlos era "Professor Carlos" y yo era "Mrs. Carlos" (señora Carlos).  Nunca me llamaron por mi nombre dentro del hotel.


La telefonista me explicó que el Hotel tenía su propio centro médico, ya que no habían hospitales, indicándome el lugar en que estaba dicho centro, dentro de la inmensa mole de edificio en que estábamos. 


Ya de madrugada, llegamos a la puerta del centro médico, y claro, como chilenos, asumimos que había que abrir la puerta, pero una vez más, parece que nos equivocamos, porque al abrir la puerta vimos una escena que jamás vamos a poder olvidar.


Era una antesala pequeña, con un escritorio a la derecha y un sofá a la izquierda. 


Sobre el sofá, estaba la doctora de turno en pleno acto sexual, sumamente apasionado, con un hombre al que reconocí de inmediato: era uno de los garzones de uno de los cinco restaurantes del hotel.  Fue un instante, sólo un instante, porque de inmediato cerramos la puerta (quedándonos afuera, obvio) y nos miramos con cara de "¿¿¡¡Viste lo mismo que yo!!??"


Atónitos, quedamos paralizados fuera de la puerta, creo que casi no nos atrevíamos a respirar. Si no fuera porque Carlos estaba tan enfermo y necesitaba -de nuevo- un baño en forma urgente, nos habríamos ido para favorecer el término de la muy privada situación de la doctora y el garzón, pero ya habíamos interrumpido y provocado automáticamente un coitus interruptus, porque dicho sea de paso, la cara de la doctora cuando abrimos la puerta y el salto que se mandó, fueron notables. Ella era, sin duda, una persona de reflejos veloces. 


Quizás estuvimos mirando fijo la puerta 10 segundos, o un minuto, no lo sé, fue el tipo de situaciones en que uno siente que el tiempo se detiene ante el impacto lo inesperado.


La puerta se abrió, la doctora aún ordenándose el pelo y la ropa, pidió disculpas y nos hizo pasar, mientras el garzón salía apuradito mirando al piso. 


Había una sola sala de atención, o más bien una salita pequeña. Pasamos, la doc preguntó qué le pasaba a Carlos, y en menos de un minuto le dio 9 pastillas de algo que nunca supimos qué era, le dijo que tomara tres al día por tres días, y eso sería todo. 


Sea lo que sea, la pastilla era milagrosa. Al día siguiente Carlos ya estaba menos pálido, y sí, al tercer día estaba notoriamente vivo. 


A raíz de la primera, pero no la última, colosal incontinencia estomacal de Carlos, tuvimos que empezar a ser muy cuidadosos en cuanto a la alimentación, y él decidió jamás nunca por ningún motivo, cuestión o circunstancia, comer fuera del hotel o del Banco, que tenía también su propio restaurant. Dicha decisión no fue siempre posible de cumplir,  y el pobre tuvo que volver donde la doctora varias veces durante nuestra estadía, siempre le entregaban las mismas pastillas misteriosas en la misma cantidad y se mejoraba, pero el proceso era arduo. 


Paradojalmente, mientras él se enfermaba y yo lo cuidaba, o él me protegía de escupos y otras cosas, nuestra relación se fue haciendo cada día más profunda.  El amor crecía en la medida que los líquidos al interior del cuerpo de Carlos se perdían quien sabe dónde. 


La foto de la entrada no es de los pescados, es de "otra vez", porque en el transcurso del tiempo y múltiples aventuras, Carlos se enfermó de la guata varias veces, pese a las precauciones. Por mi parte, yo lo trolleaba porque de verdad, tengo un estómago de fierro. 


En este video, Carlos ya no comía y era yo la encargada de comer de todo, probar nuevos sabores, y por supuesto, lo que más disfrutábamos ambos era compartir con la gente. La solución para tomar bebidas era usar pajillas, que aunque hubieran sido tomadas por muchas manos, quizás no limpias, por lo menos no eran lavadas. Así, para preservar nuestra vida, debíamos aportar a la destrucción del planeta utilizando plástico. Triste y vergonzoso, pero cierto.





El video original dura como cuatro minutos, lástima que no lo pude subir completo. 


En el intertanto, yo seguía tratando de adaptarme al uso de los vestidos nigerianos, pero como  tanto los vestidos completos como las blusas tenían un cierre en la espalda, cuando yo me vestía después que Carlos se iba a trabajar, tenía que solicitar auxilio a alguna de las trabajadoras del hotel, aprovechando que estaban haciendo aseo. Fue así, que me sugirieron usar las faldas más típicas, que son en realidad un gran pedazo de tela que sencillamente se envuelve alrededor de la cintura y se amarra. Ahí aprendí que no todo lo que parece sencillo lo es. 


No sé cómo diablos se me ocurrió bajar a comer en la noche con Carlos, y vestirme sola con una de esas faldas. El resultado fue que se me desarmó por dentro, una de las vueltas (no la amarra) se resbaló, y terminó entera desparramada y yo muerta de vergüenza haciendo total ridículo tratando de caminar mientras me sujetaba la falta, por los elegantes pasillos del hotel.


Única solución posible al drama de mi torpeza: pedir que el sastre del hotel (que también había) cometiera una barbarie y le pusiera un elástico a la cintura. El resultado de aquello fue que con esas faldas, me convertí en Morticia Addams, porque al cortar la tela y hacer la falda recta, mis pasos sólo podían ser del ancho de mi cintura. Las faldas originales eran muchísimo más cómodas para quienes saben cómo diablos amarrarlas. 


To be continued....


PD: Una de los grandes beneficios de las personas de color, es que aunque se pongan rojos de vergüenza, no se les nota. O sea, para ellos no existe eso de ponerse rojo, entonces la plancha pasa piola.