(Carlos haciendo gesto de "estoy hasta la coronilla", por supuesto que enfermo del estómago)
En el capítulo anterior, quedamos en el pescado asado que se comía entre todos con las manos, sacando de a pedacitos. Por mi parte, después del primer pedazo que me tragué que incluía la piel del pobre pez fallecido, barnizada con ají, casi me da un infarto de lo picante. Creo que me tomé tres botellas de coca-cola para poder superarlo.
Para no variar, aquí viene el paréntesis: la comida nigeriana tradicional es extremadamente picante, y la razón de ello es para aumentar el sudor. Con la transpiración, el cuerpo se enfría y de ese modo soportan mejor el calor. Al menos eso nos dijeron. En definitiva, nunca logré acostumbrarme al picor ni al olor de algunas personas, y terminé adaptándome por la vía de evitar subirme a los ascensores con mucha gente dentro, y tomando mucha bebida.
Incluso lo de tomar una bebida envasada era complejo. Ya sabíamos que el hielo estaba fuera de discusión, pero ¿y qué de la higiene de los vasos de plástico, si los lavaban con agua no potable? Había que pensarlo dos veces. Luego, la alternativa que podría haber parecido más eficaz, era tomar directo de la botella, pero tampoco, porque eran de vidrio con tapas de metal, y todo entero oxidado.
En definitiva, hasta el más mínimo detalle en cuanto a alimentación fuera del hotel, significaba riesgo de terminar nuestra existencia terrenal, porque además, después de tomar tanta bebida había que encontrar algún baño, lo cual podía, en ciertos lugares o mejor dicho en casi todas partes fuera del hotel, revestir características de tragedia.
Fue así, que la noche de los pescados, al llegar al Hotel, Carlos ya se sentía pésimo. No voy a entrar en mayores detalles pero digamos que unas horas después de llegar, estaba en serio riesgo de deshidratación.
Llamé a la operadora del hotel, y pregunté dónde había un hospital, explicando que Carlos estaba enfermo. A esas alturas, ya nos conocían, Carlos era "Professor Carlos" y yo era "Mrs. Carlos" (señora Carlos). Nunca me llamaron por mi nombre dentro del hotel.
La telefonista me explicó que el Hotel tenía su propio centro médico, ya que no habían hospitales, indicándome el lugar en que estaba dicho centro, dentro de la inmensa mole de edificio en que estábamos.
Ya de madrugada, llegamos a la puerta del centro médico, y claro, como chilenos, asumimos que había que abrir la puerta, pero una vez más, parece que nos equivocamos, porque al abrir la puerta vimos una escena que jamás vamos a poder olvidar.
Era una antesala pequeña, con un escritorio a la derecha y un sofá a la izquierda.
Sobre el sofá, estaba la doctora de turno en pleno acto sexual, sumamente apasionado, con un hombre al que reconocí de inmediato: era uno de los garzones de uno de los cinco restaurantes del hotel. Fue un instante, sólo un instante, porque de inmediato cerramos la puerta (quedándonos afuera, obvio) y nos miramos con cara de "¿¿¡¡Viste lo mismo que yo!!??"
Atónitos, quedamos paralizados fuera de la puerta, creo que casi no nos atrevíamos a respirar. Si no fuera porque Carlos estaba tan enfermo y necesitaba -de nuevo- un baño en forma urgente, nos habríamos ido para favorecer el término de la muy privada situación de la doctora y el garzón, pero ya habíamos interrumpido y provocado automáticamente un coitus interruptus, porque dicho sea de paso, la cara de la doctora cuando abrimos la puerta y el salto que se mandó, fueron notables. Ella era, sin duda, una persona de reflejos veloces.
Quizás estuvimos mirando fijo la puerta 10 segundos, o un minuto, no lo sé, fue el tipo de situaciones en que uno siente que el tiempo se detiene ante el impacto lo inesperado.
La puerta se abrió, la doctora aún ordenándose el pelo y la ropa, pidió disculpas y nos hizo pasar, mientras el garzón salía apuradito mirando al piso.
Había una sola sala de atención, o más bien una salita pequeña. Pasamos, la doc preguntó qué le pasaba a Carlos, y en menos de un minuto le dio 9 pastillas de algo que nunca supimos qué era, le dijo que tomara tres al día por tres días, y eso sería todo.
Sea lo que sea, la pastilla era milagrosa. Al día siguiente Carlos ya estaba menos pálido, y sí, al tercer día estaba notoriamente vivo.
A raíz de la primera, pero no la última, colosal incontinencia estomacal de Carlos, tuvimos que empezar a ser muy cuidadosos en cuanto a la alimentación, y él decidió jamás nunca por ningún motivo, cuestión o circunstancia, comer fuera del hotel o del Banco, que tenía también su propio restaurant. Dicha decisión no fue siempre posible de cumplir, y el pobre tuvo que volver donde la doctora varias veces durante nuestra estadía, siempre le entregaban las mismas pastillas misteriosas en la misma cantidad y se mejoraba, pero el proceso era arduo.
Paradojalmente, mientras él se enfermaba y yo lo cuidaba, o él me protegía de escupos y otras cosas, nuestra relación se fue haciendo cada día más profunda. El amor crecía en la medida que los líquidos al interior del cuerpo de Carlos se perdían quien sabe dónde.
La foto de la entrada no es de los pescados, es de "otra vez", porque en el transcurso del tiempo y múltiples aventuras, Carlos se enfermó de la guata varias veces, pese a las precauciones. Por mi parte, yo lo trolleaba porque de verdad, tengo un estómago de fierro.
En este video, Carlos ya no comía y era yo la encargada de comer de todo, probar nuevos sabores, y por supuesto, lo que más disfrutábamos ambos era compartir con la gente. La solución para tomar bebidas era usar pajillas, que aunque hubieran sido tomadas por muchas manos, quizás no limpias, por lo menos no eran lavadas. Así, para preservar nuestra vida, debíamos aportar a la destrucción del planeta utilizando plástico. Triste y vergonzoso, pero cierto.
El video original dura como cuatro minutos, lástima que no lo pude subir completo.
En el intertanto, yo seguía tratando de adaptarme al uso de los vestidos nigerianos, pero como tanto los vestidos completos como las blusas tenían un cierre en la espalda, cuando yo me vestía después que Carlos se iba a trabajar, tenía que solicitar auxilio a alguna de las trabajadoras del hotel, aprovechando que estaban haciendo aseo. Fue así, que me sugirieron usar las faldas más típicas, que son en realidad un gran pedazo de tela que sencillamente se envuelve alrededor de la cintura y se amarra. Ahí aprendí que no todo lo que parece sencillo lo es.
No sé cómo diablos se me ocurrió bajar a comer en la noche con Carlos, y vestirme sola con una de esas faldas. El resultado fue que se me desarmó por dentro, una de las vueltas (no la amarra) se resbaló, y terminó entera desparramada y yo muerta de vergüenza haciendo total ridículo tratando de caminar mientras me sujetaba la falta, por los elegantes pasillos del hotel.
Única solución posible al drama de mi torpeza: pedir que el sastre del hotel (que también había) cometiera una barbarie y le pusiera un elástico a la cintura. El resultado de aquello fue que con esas faldas, me convertí en Morticia Addams, porque al cortar la tela y hacer la falda recta, mis pasos sólo podían ser del ancho de mi cintura. Las faldas originales eran muchísimo más cómodas para quienes saben cómo diablos amarrarlas.
To be continued....
PD: Una de los grandes beneficios de las personas de color, es que aunque se pongan rojos de vergüenza, no se les nota. O sea, para ellos no existe eso de ponerse rojo, entonces la plancha pasa piola.
Si, yo todavía me estoy riendo de mi misma, pero fue realmente difícil seguir caminando, con una mano intentando infructuosamente que dejara de desarmarse la falda, y con la otra tratando de subirla porque mientras se desarmaba, me iba tropezando! jajajaja
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