jueves, 21 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE TRES. ENCUENTRO CON ANIMALES DE PODER. TOTEMS.




PARTE TRES

 

Antes de entrar de lleno en la experiencia del encuentro con los animales de poder -tema que da para capítulo aparte- una pequeña explicación.

 

No soy una persona imaginativa en el sentido de, literalmente, ver imágenes en mi mente. Si cierro los ojos, es todo negro y pienso con palabras, no con imágenes. Esto no siempre fue así.  Recuerdo cuando chica haber tenido muchas imágenes, como películas, llenas de vida y colores y hasta sensaciones y olores. Recuerdo cuando pensé si acaso existíamos de verdad, o si quizás éramos un sueño de dios, altiro lo vi acostado durmiendo sobre nubes en el cielo, se despertaba y nosotros desaparecíamos. Fácilmente imaginaba dinosaurios, y en general supongo que todo lo que pensaba se convertía en formato video mental.

 

Pero eso desapareció en algún momento, no tengo idea por qué. Recuerdo, eso sí, cuando tenía como 14 años, la última vez que me apareció una imagen al pensar en mi papá. Esa era difusa, recuerdo la angustia de no poder ver su cara, aunque sí podía claramente sentir su presencia. No es que sintiera su presencia como si estuviera al lado mío, sino que lograba recordar cómo se sentía estar con él, pero no su cara.

 

En distintos momentos de un largo periplo de búsqueda espiritual, que empezó en 1973 cuando tenía 12 años, me encontré con distintas técnicas de meditación, por lo que no me resulta difícil “apagar” la mente. Simplemente no pensar. Ahí sí puedo insertar una imagen y quedarme ahí un buen rato. De hecho, lo hago hace años porque como a cada rato me dan shocks anafilácticos - algún día voy a escribir sobre eso, no sé cómo he sobrevivido a ocho- le hago el quite a la anestesia. Para no sentir dolor, le apreto un botón off a mi mente y me “voy” a una playa, y ahí me quedo feliz, en aguas cristalinas viendo peces de colores, y ni me entero de lo que me hacen. Excepto una vez que la dentista me preguntó si me puse bloqueador solar. Ante esa pregunta me jodí y sentí todo, aparte de tener ganas de triturarla.

 

Debido a esto, es que lo que relato a continuación fue tan sorprendente.

 

En estado de meditación, mejor dicho, trance, o de conciencia profunda (me carga cuando lo llaman alteración de conciencia), inducido por el sonido de tambor y guiado por Luis Flores, me encontré con un lobo. No lo inserté en mi cabeza, no lo inventé, simplemente apareció.  ¡Lo vi clarito! Conversé con él, me dijo que era mi compañero, desde siempre. No con esas palabras, es una comunicación verbal, pero al mismo tiempo a uno le llegan sensaciones, como si fueran mensajes, claramente no es algo que uno está pensando. Es algo que “llega”.  La sensación que me dio fue que estaba conmigo desde un lugar más allá del tiempo y del espacio. Su poder, el que me regala, es el de buscar caminos. Además, él en particular es el jefe de la manada, por lo que debe cuidarla, protegerla, estar siempre alerta. Lo que yo tenía que aprender de él era aullar. NI idea, hasta hoy, qué significa eso.

 

La comunicación y el encuentro con mi lobo fue una experiencia maravillosa, de verdad sentí que era -es- mi compañero desde siempre, y claro, después, ya fuera del viaje, me hizo mucho sentido. Estar alerta, cuidar a los demás, buscar soluciones, alertar peligros, defender a otros, etc., es algo con lo que fácilmente me puedo identificar. El lobo está definitivamente conmigo, y tengo mucho que aprender de él.  

 

Aquí, otro paréntesis: En lo personal me da lo mismo si acaso estas experiencias que uno vivencia como profundas, reales, sean de verdad en el sentido de las creencias y cosmovisión que uno tiene, o si son una creación del subconsciente. Me da lo mismo, vi al lobo y conversé con él, lo sentí, y de lo que no tengo duda alguna, es que me ayudó y lo sigue haciendo. Efectivamente, lo que hago, básicamente, es proteger a otros, y en ese momento de mi existencia, estaba aullando, pero quizás tenía que hacerlo de otra manera, no lo sé. Sólo sé que no voy a negar esa experiencia, y que ese encuentro determinó la necesidad agregar otro tatuaje: El lobo.

 

Así, tenía pendientes tres tatuajes: El árbol de la vida, la mariposa, y el lobo.

 

Desvío: El encuentro con el lobo fue tan importante, que me ayudó a decidir hacer algo que también tenía pendiente desde hacía tiempo, incluso quizás le hice el quite, o como quien dice, le saqué el poto a la jeringa, porque igual duele.  Cambiar mi segundo apellido. Los nombres y apellidos forman parte de nuestra identidad, son como la cáscara de la cebolla. Mi segundo apellido, Ureta, me resultaba insoportable desde hacía mucho tiempo, básicamente porque sentía -y siento- que no pertenezco a esa familia, a esa Tribu. Por eso hace años dejé de usarlo en redes sociales e incluso en escritos ante tribunales. Esta sensación de no pertenecer se hizo mucho más profunda e intensa cuando a raíz de haber hecho pública mi experiencia de abuso por parte del marido de una hermana de mi mamá, supe que mis tías no me creen. Incluso la cónyuge de mi agresor, quien era mi tía favorita. No sólo no me cree, sino que lo apoya. Entonces, ¿qué tengo que ver con esa familia? El puro ADN no me parecía suficiente, porque no siento orgullo de pertenencia, sino vergüenza.  A partir del encuentro con el lobo, se me ocurrió inventarme un segundo apellido que tenía que ser Lobo pero que no se relacionara con ninguna familia de acá, y terminé encontrando la palabra Lobo en lenguaje Navajo: Maikoh. Los Navajo regalaron su lenguaje durante la Segunda Guerra Mundial, y gracias a esa generosidad se creó el “Código Navajo”, que los Nazis nunca lograron descifrar. Debido a eso, al hecho que ellos mismos regalaron su lenguaje a la humanidad, es que usar una de sus palabras como apellido no es apropiación cultural. Por el contrario, es, para mí, un homenaje.

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Poco después del encuentro con mi compañero Lobo, en un segundo viaje, mientras conversaba con él pasó un colibrí o picaflor, precioso, colorido. Pasó varias veces, interrumpiendo mi encuentro, y yo, torpe al máximo, estaba por decirle que se dejara de joder, cuando se posó sobre mi brazo y me miró. En ese momento entendí que ¡también era mi compañero! No estaba conmigo desde un “siempre” incomprensible para nosotros como el lobo. Me dijo que 10 años, aunque ellos parece que no tienen un concepto exacto de tiempo. Su poder es el de saber dónde ir. No hay que dejarse engañar: el colibrí es chiquitito, capaz de quedarse quieto aleteando y salir disparado en cualquier dirección, es alegre, pero sabe qué es lo que tiene que hacer.  Mi compañero colibrí es el que me hace parecer dispersa, doy vueltas, me río de cosas serias, etc., pero de a poquito llego donde sea que tengo que llegar.

 

Curiosamente (o quizás no), lo que me dijo el colibrí sobre el tiempo que lleva conmigo, coincide más o menos con la llegada de Carlos a mi vida, con haber pasado de tener un prontuario de relaciones de pareja que no iban a ninguna parte, a una que tiene las tres R, fundamentales para toda relación sana: Respeto, Reciprocidad, y Reconocimiento, por parte de ambos.

 

Así, acumulé pendientes cuatro tatuajes: Árbol de la vida, mariposa, lobo y colibrí.

 

Le comenté a Carlos que me iba a hacer estos tatuajes, porque sólo sabía lo del árbol de la vida y la mariposa.  Ambos tatuajes podían pasar piola, pero agregar lobo y colibrí ya es otro nivel de cuerpo dibujado.  Él no es de muchas palabras, sino de gestos y con sus gestos dice todo. Me pasó un libro que ya tenía (literalmente colecciona libros y los lee todos) sobre la historia de los tatuajes para que lo leyera.  Casi me da un soponcio cuando lo fui hojeando (me dio lata leerlo completo, las puras fotos eran suficientes), porque según el libro los tatuajes empezaron con los marineros que echaban de menos a sus mujeres y se tatuaban los nombres o corazones con flechas, de ahí pasaron a las prostitutas y delincuentes, a símbolos de pertenencia a alguna mafia u otras asociaciones ilícitas, bandas, y punto. Quizás pensó que yo iba a terminar marcándome a mi misma como delincuente, no lo sé, pero como tiene la R de respeto, no me iba a decir que no me los hiciera.

 

¡Nada que ver! La historia de los tatuajes, cuando uno la investiga, es completamente distinta y opuesta a lo que se indicaba en el libro, que terminó en la basura. Carlos mismo lo botó a la basura hace poco, lo cual es también un tremendo gesto porque jamás se deshace de libros, ni los presta. Son sus tesoros.

 

 Aquí mismo en Chile, se encontró una momia con un tatuaje, perteneciente a la cultura Chinchorro, que data aproximadamente del 2000 AC.   El “Hombre de Hielo”, otra momia encontrada dentro de un glaciar en Los Alpes tiene 77 tatuajes. Se calcula que tiene 5.200 años de antigüedad.  ¡Qué marineros, prostitutas y delincuentes ni que nada! En serio, pensar que los tatuajes están limitados a esos temas es puro prejuicio o ignorancia.  Es cierto que los Romanos le “copiaron” a los Celtas la técnica para hacer tatuajes, y pervirtieron el sentido que tenían para ellos, utilizándolos para marcar a personas por su conducta como castigo, y por supuesto, la máxima y espantosa expresión del uso perverso de tatuajes para marcar a seres humanos fue la de los Nazis. Pero la historia completa es otra. Mucho más compleja, más profunda, y, por cierto, impresionante y hermosa.

 

Pasó el 2020 a punta de puro zoom, cuarentenas, encierro. Imposible hacerme los ansiados tatús. La primera mitad del 2021 fue más de lo mismo. Había que puro adaptarse y tratar de sobrevivir a la pandemia, pero me enfermé y tuve que salir de la cueva. Bueno, en realidad ya estaba enferma porque tenía atrapado el nervio del brazo desde el 2019.

 

Recién en julio de 2021 me operaron el brazo, una vez que permitieron las cirugías “electivas”. Nunca entendí qué tanta elección podía tener, si apenas podía escribir, pero, en fin, oficialmente era electiva y por eso se postergó. Por fin me operaron, y demoraría varios meses en recuperarme. Cuando ese nervio se atrapa, uno siente como corriente hasta la punta del dedo índice, aparte del dolor de todo el antebrazo. Cada movimiento de la muñeca… mejor ni explico. La recuperación es lenta.

Desvío: El atrapamiento del nervio radial al nivel de la muñeca, alias Síndrome de Wartenberg, es “raro y representa el 0,7% de las lesiones no traumáticas de la extremidad superior”. CERO COMA SIETE POR CIENTO. Guarden este dato para más adelante.

 

Justo después, cuando todavía ni sanaba bien la cicatriz del brazo, entre agosto y septiembre de 2021 me operaron dos veces. La primera operación fue por “endometrio engrosado”, que tenía, en mi caso, pocas probabilidades de ser cáncer porque no tenía ninguno de los “factores de riesgo”, pero había que aplicar bisturí y hacer biopsia urgente. Nada de electivo.

 

Entremedio, el doc también me pidió exámenes de pechugas, y me tuve que hacer también, una biopsia. La doctora que me atendió, encantadora, amorosa, tenía un símbolo tatuado en el brazo, en la zona de la muñeca por el lado de la palma de la mano, es decir, interior. Me llamó la atención justamente porque tenía pendientes mis tatuajes, y le pregunté qué significaba el símbolo y quién se lo hizo. Era un símbolo hindú que significa “calma”, me contó que se lo hizo para mantener calma en momentos de estrés, y lo hace mirando su brazo y tocando el símbolo. ¡Me encantó! Ella me dio el dato del lugar donde se hizo el tatuaje.

 

Terminado el proceso de extracción de la “cosa” que había que biopsar, me dio un shock anafiláctico. El octavo. Código azul, corriendo al servicio de urgencias dentro de la misma clínica, y mientras me tenían llena de agujas y medicamentos a la vena, llamé por video a la colega de la contraparte en un juicio que teníamos audiencia ese día para pedirle que la suspendiéramos. Obviamente me salvaron, una vez más, salí de ahí al día siguiente bien, con el dato del tatuador y una nueva fecha de audiencia. 

 

Me cargan las estadísticas, porque cuando te dicen que tienes, por ejemplo, un 1% de probabilidades de que algo ocurra, y te ocurre, ese porcentaje se convierte instantáneo en un 100%. ¡Y siempre me pasa! A veces incluso le advierto a los docs que soy igualita al personaje “mala suerte” de los Picapiedras, ese que andaba con una nube encima y llovía sólo sobre él. De hecho, según Carlos que es economista y todo entero matemático, definitivamente no existo. Una vez -hace años- hizo el cálculo, no sé cómo, con todas las enfermedades, efectos secundarios o adversos, shocks anafilácticos y etcéteras altamente improbables que me han ocurrido y llegó a esa conclusión. ¡No existo!

 

Me sacaron el endometrio, hicieron la biopsia, y las pocas probabilidades (10%) de que fuera cáncer se convirtieron instantáneo en 100%.  Era cáncer. ¡Mierda!  Entonces, en cuestión de un par de días vino la segunda operación. Histerectomía total.  Gracias a la intervención oportuna y dedicación de varios médicos, quedé “cáncer free”, pero obviamente durante los próximos 5 años sujeta a estrictos controles, pero el susto entremedio no me lo quitaba nadie.

 

El tema del cáncer fue como un rayo que me cayera directo a la cabeza. O el martillo de Thor. Me hizo replantearme un millón de cosas, y mientras me recuperaba de la segunda operación (son 30 días de reposo), a propósito de “cosas pendientes que no he hecho y más vale que me apure en hacerlas”, me acordé de los tatuajes.

 

Vencí todos los miedos, uno por uno. ¡Qué miedo a que me discriminen ni qué ocho cuartos! ¿Miedo a que algún miembro del poder judicial me mire feo durante una audiencia o un alegato porque tengo un tatuaje? ¡Filo! Llevo casi 30 años tramitando juicios desde que era estudiante, me gané el derecho a que me respeten por mi trabajo y punto. (Deberían hacerlo igual, pero…sin más comentarios). Además, me acordé de Patty Muñoz, Defensora de la Niñez. Si ella puede hacer su pega, infinitamente más compleja y expuesta públicamente que la mía con sus tatuajes, entonces yo también puedo. Corta.

 

¿Miedo al dolor? Desapareció. A lo largo de los años y múltiples procedimientos sin anestesia por mi famosa alergia, descubrí que tengo alta tolerancia al dolor, y además me voy a mi playa a tomar sol sin bloqueador solar mientras el dentista me hace no sé qué cosa, porque me voy tan lejos que ni me entero.

 

¿Miedo a lo que piensen los demás, en general? Fuera. El tatuaje es para mí, no para los demás.

 

¿Miedo a sufrir un shock anafiláctico por la tinta? Era cuestión de usar tintas naturales, encontrar al tatuador.

 

¿Miedo a hacerme un dibujo en el cuerpo y que después no me gustara o arrepentirme? Eso lo resolví gracias a Aliexpress. Me compré tatuajes de lobo de esos que se pegan, me los puse, y lo único que me cargó fue precisamente que no quedaban bien ni para siempre. Sin duda me iba sentir bien con un dibujo -o más de uno- en el cuerpo de por vida.

 

Fue así, que me determiné ¡por fin! A hacerme los tatuajes, y comenzó la peripecia de la búsqueda de qué dibujo específico tatuar, cuál mariposa, cuál de todos los árboles de la vida, lobos y colibríes, en cuál parte del cuerpo, si acaso las tintas tienen el maldito polietilenglicol, y por supuesto, quién lo hace.

 

To be continued…

 

Atte., Aweli Vintage, escribidora. Buscadora de caminos. Sobreviviente.

PD: Hoy en día los tatuajes, la decisión de hacerlos o no, qué tatuarse, en cuál lugar del cuerpo, cuántos, son muy personales. No pretendo, de ninguna manera, imponer ideas ni mucho menos. Es sólo un relato de sucesos y procesos interiores.

 


martes, 19 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE DOS: CAMINOS, ENCRUCIJADAS Y VERICUETOS.

 

PARTE DOS. 

 


Mi tatuamigo lobo. 


En este momento tengo ocho tatuajes, aunque no estoy segura.  Quizás son nueve o doce. Depende de cómo los cuente. Por supuesto que podría dejar esta historia hasta aquí, con un párrafo -miserable- que relata una cantidad de tatuajes, pero no tendría ninguna gracia. Estoy embalada escribiendo y no pienso privarme de la diversión.  Mis dedos vuelan por su cuenta y quiero plasmar el cómo, los cuándos y los porqués. Aunque nadie lo lea. Estoy entretenida escribiendo sobre cómo pasé de sólo soñar con un tatuaje en el año 2007 y no hacérmelo por miedo, a tener varios en el 2022, derribando todos los miedos, uno por uno, y terminar sintiéndolos como “amigos”, además del tema de los tatuajes mismos. 


Árbol de la vida, mariposas, lobo, colibrí, águila, trisquel, aegishjalmur, Doncella de Altái. Cada uno de ellos obedece a un proceso (que espero sea de crecimiento), y tiene un significado por sí mismo. Quiero escribir sobre todo eso, independientemente de si alguien lee lo que estoy escribiendo o no. Es casi como una conversación conmigo misma, sólo que sale de mi cabeza y mis dedos teclean.

 

Así las cosas, mantengo la misma advertencia de la parte uno, y agrego: esta vez además de la dispersión que no puedo evitar, aclaro que el tema de los tatuajes es un proceso interior que se exterioriza y termina con las marcas en el cuerpo.  El camino es largo.  Hay idas y vueltas, avances, retrocesos, y vericuetos que son largos. Pido paciencia, hay un final feliz.

 

Paréntesis: Creo que al menos mis nietas van a leer todo esto algún día, porque mi nuera, Bietush, alias “la gorda” (de puro cariño, es super flaca), tiene un archivo de “Cosas de la abuela Solange” donde guarda todo lo que escribo. Las serias y las leseras.

 

Cuando tomé la decisión de tatuarme el árbol de la vida sobre la cicatriz de la operación de la cadera, el significado del árbol y el lugar del tatuaje no eran banales, ni una cuestión de vanidad, ni mucho menos.

 

El dolor y las limitaciones físicas que sufrí durante años por la artrosis de la cadera antes que me operaran fueron significativos, tanto en intensidad como en cuanto a la alteración de la vida cotidiana y de las expectativas que tenía con relación al presente y futuro. Además, vivir con dolor 24/7, 365 días al año, significó perder capacidad de concentración, dormir mal, alteración de toda la vida familiar. Detalles como que, si se me caía algo y me resultaba imposible agacharme a recogerlo, obligaba a los demás a acudir en auxilio, o que si caminábamos en un paseo todos los demás tenían que ajustarse a mi ritmo, etc., formaban parte de perturbación de las actividades, hábitos y costumbres que hasta entonces teníamos. Pero así es la vida, uno envejece y el cuerpo se echa a perder, no hay vuelta que darle. Sobre todo, si una nació con las caderas chuecas en 1961, antes que se hicieran radiografías a todos los recién nacidos para descartar displasia de las ídem.

 

Me explico:  La cadera me empezó a doler más o menos 2014-2015. Simplemente me dolía caminar, subir escaleras, sentarme, pararme… cualquier cosa que hiciera me dolía. Ahí tomé conciencia de la importancia de las caderas, que hasta entonces daba por eternas.  Tuve que alterar hasta mis tiempos, porque tenía que caminar más lento, entonces anticipándome al sufrimiento, en vez de salir al centro para ir a alegar a la corte o a una audiencia con una hora de anticipación, tuve que agregarle primero 15 minutos más, después media hora, etc.  No era solo sufrir dolor, era pensar en lo que iba a sufrir, sí o sí.

 

Fueron dos o tres años de consultas médicas, kinesioterapia, ejercicios, medicamentos y demases, intentando evitar un implante, entre otras razones por mi edad. Las prótesis de cadera se tienen que cambiar, algunas duran 10 años, otras más, pero en algún momento hay que pasar de nuevo por todo el proceso de la operación. El doc me decía que yo era muy joven, porque claro, al principio tenía 53 años. La idea era retrasar la operación, pero para el 2017 ya no daba más. No era dolor; era suplicio, tortura. La única solución era convertir una parte de mi cuerpo en algo biónico y asumí que me iban a detener para siempre al pasar por detectores de metal. Claro que después de la operación y con el pasar del tiempo desarrollé estrategias, sobre todo en los aeropuertos. A veces me dejaban pasar rápido cuando avisaba de antemano que tenía un montón de titanio metido en la pierna y ofrecía mostrar la cicatriz. Los funcionarios, quienes con tal que yo no me bajara los pantalones delante de todo el mundo, me decían “No se preocupe, pase”, en el idioma que correspondiera según el lugar.  Por supuesto, esa estrategia desaparecería al tapar la cicatriz con el árbol de la vida, pero no fue por esa razón que me demoré cuatro años en hacerme ese tatuaje.

 

Paréntesis: Mi amiga Mónica -quien participaba de las tertulias eternas en casa de P.- leyó la primera parte de “Tatuamigos”, y amorosa, mandó el siguiente mensaje, para integrarlo a la segunda parte:

 

Mientras te leía, imposible no recordar aquellos tiempos en donde, en medios de nuestras conversaciones aparecían los problemas que te causaba los dolores de esa cadera, tus paseos interrumpidos y luego cuando fui a verte a la clínica e hicimos tu primer paseo post cirugía y pensaba “han pasado 5 años de eso ya, ¡qué heavy!”

 

Si, todo ese período fue duro, y el hecho de haber podido superarlo, merecía más que celebrar en un restorán.

 

La única duda que me quedó después de la operación fue qué va a pasar con el titanio cuando me vaya de este mundo y cremen mi cuerpo. Lo único que sé es que no se puede donar. Quizás se pueda reciclar, sigo con la duda.

 

Para mí, las cicatrices no son feas. Las arrugas tampoco. Son recuerdos, y hartos.  Símbolos. Las de las cesáreas eran memoria grabada del nacimiento de mis hijos. Las cicatrices de porrazos me encantan, porque todos fueron por bruta y me permiten reírme de mi misma. Son tres: una vez que iba bajando un cerro en una patineta cuando tenía 10 años, mi hermano algo me dijo, me di vuelta, perdí el equilibrio y aterricé arrastrando la pera sobre el cemento.  A los 16 me saqué la cresta en moto.  Una de mis piernas tuvo un encuentro cercano del tercer tipo con un alambre de púas, aparte de fracturarme la rodilla y una costilla.  En el 2011 a Titán se le ocurrió perseguir a un gato y de puro gil no lo solté. Obviamente, siendo él un cachorro gigante determinado a conseguir su objetivo -probablemente sólo oler al pobre felino- y con capacidad de superar sin dificultad y con creces mis fuerzas, sufrí un aterrizaje forzoso sobre cerámica y justo, qué mala pata, mi ojo se incrustó en un borde afilado.  Doble mala pata: al ir a la clínica me pusieron la vacuna contra el tétanos y me dio un shock anafiláctico. 

 

Entonces las cicatrices son parte de la historia de vida, incluso símbolos de sobrevivencia, de superar dificultades.  No siento la necesidad de ocultarlas.  La decisión de hacerme un tatuaje sobre la cicatriz de la operación de la cadera era más una excusa para ¡por fin! hacerme un tatuaje, que querer tapar algo que para los demás es “feo”, y lógicamente, el símbolo del árbol de la vida era perfecto.  Había que dejar pasar cerca de dos años para poder hacer el tatuaje. Hay que esperar a que cicatrice completamente antes de hacer una intervención que implica romper la piel, así que el plan era hacerlo en el 2019.

 

De hecho, ahora que lo pienso, quizás los tatuajes son una especie de marca que una misma quiere dejar en el cuerpo. Una marca que habla, que al igual que las cicatrices, de heridas del alma.  Significan recuerdos o duelos, pero, además, pueden significar logros, transformaciones, trascendencia, rendirle homenajes a algo o a alguien, y sueños. Todo eso y mucho más, dibujado en el cuerpo para siempre. Identidad.

 

Tenía totalmente decidido hacerme el tatú del árbol de la vida en el 2019, pero de vez en cuando la vida nos obliga a cambiar de planes. Nos pone lomos de toro por delante. A veces una misma comete errores, o decide privilegiar otras cosas auto boicoteando proyectos. A veces puede ser mala suerte (o buena), karma, destino, o como sea que se llame a cosas que suceden que no dependen de uno y que obligan a tomar un desvío en el camino que se pensaba recorrer.

 

También a veces ocurren sucesos que parecieran estar tejiendo una red invisible de causas y efectos, que cambian el rumbo de planes y proyectos, de sueños y esperanzas, y al final de cuentas uno ni sabe si acaso hubo el desvío de un rumbo, o si quizás los obstáculos no lo eran. Quizás eran un aviso “pare” o “ceda el paso” y lo que parecía ser un obstáculo terminó llevándonos a un lugar mucho mejor. Quizás eran una brújula que muestra el norte sin que uno lo sepa, mostrando un camino nuevo, y no un desvío.  Claro, esas son encrucijadas y uno tiene la libertad de decidir cuál camino toma, y supongo que esas decisiones marcan el futuro.

 

Bueno, resulta que todo lo anterior ocurrió. Lomos de toro, olas que sortear, una y otra vez, entre el 2018 y el 2021.

 

En el 2018, antes que tuviera permiso para hacerme el tatuaje soñado, me vi enfrentada a una encrucijada sin señalética, y tuve que decidir cambiar de rumbo.

 

Ese año vino la crisis de flashbacks del abuso y violación que sufrí por parte de un tío. Fue la segunda, la primera fue en el 2001.

 

Esas eran heridas abiertas del alma, que sangraron y permanecieron invisibles para los demás, escondidas, secretas, durante décadas. Viví con una parte del alma secuestrada por un daño imposible de describir durante 45 años, atrapada como una mosca en una telaraña de engaños tejida meticulosamente por mi agresor, que quedaron impregnados en lo más profundo de todo mi ser. La telaraña estaba bien hecha, hilada de manera fina y firme.

 

Quedé atrapada, en silencio, amordazada, hasta el 2018.

 

La crisis de flashbacks de ese año fue gracias (¡y lo agradezco desde el fondo del corazón!) a una entrevista que le hicieron a James Hamilton en Estado Nacional, en la que habló sobre el proyecto de ley que se estaba tramitando sobre la imprescriptibilidad de los delitos de abuso sexual infantil. Habló del derecho al tiempo de las víctimas. Viendo el programa, mientras la mitad de mis neuronas sostenían una discusión jurídica porque la prescripción se supone que es un pilar indestructible del derecho, la otra mitad se conectó con un par de recuerdos de situaciones que uno no quisiera haber vivido jamás, pero que sucedieron.

 

Me quedé dormida. Desperté al día siguiente, inundada de recuerdos desordenados, una tormenta interior, devastadora. Entre la angustia, el dolor, y mil cosas más, me di cuenta de que llevaba como 20 años dedicada al derecho de familia, (mucho antes de titularme) área del derecho que no se trata sólo de pensiones de alimentos o divorcios, sino que, lamentablemente, muchas veces de intentar proteger a niños, niñas y adolescentes quienes han sufrido malos tratos. Entre otros, el abuso sexual infantil intrafamiliar. Choqué de frente con mi propia inconsecuencia. Me dedicaba al “rescate” de otros, pero nunca me había rescatado a mí misma.

 

Así, me determiné a dejar de lado la inconsecuencia, y hacerme cargo de una vez por todas, mirando de frente, el horror.  Tiempo después, gracias a un diplomado que hice en Fundación para la Confianza (@paralaconfianza en twitter, la amo), comprendí que no es que hubiera sido inconsecuente: sencillamente el daño causado me había impedido hacerlo antes. Los recuerdos enterrados son un mecanismo de sobrevivencia.

 

Fueron meses de angustia, de dolor, pena, rabia y frustración inmensos. Tomé conciencia también, que no era la única persona que estaba en la misma situación. Haber sufrido abuso sexual siendo niña o niño, y no poder denunciar porque estaba prescrito, cuando el dolor no prescribe y la herida sangra para siempre. Apareció la necesidad de poner mi experiencia al servicio de los demás, de las víctimas, de la sociedad. Carta aviso a mi agresor de término de silencio. Twitter. Protesta Roja. Pulseras Rojas. Gritar a viva voz, en vez de mantener el secreto que sólo ayuda a pederastas.

 

Todo eso fue más que un desvío en el camino, fue ver y recorrer otro distinto, que sigue estando presente hasta hoy.

 

El derecho al tiempo de las víctimas estaba representado por una mariposa, un hermoso símbolo de transformación.

 

Entonces, ese camino me llevó a decidir que además del árbol de la vida, me tatuaría una mariposa.

 

PD: El tema de la prescripción del abuso sexual infantil está explicado en la página web www.protestaroja.com . La #ProtestaRoja y #PulserasRojas también.

 

Después de la operación de la cadera, en el 2019, se me ocurrió salir a protestar con mi Djembé. Le di duro durante como tres horas. Resultado, una cuestión que se llama Síndrome de Wartenberg. Es un atrapamiento del nervio radial, y créanme, duele. Más encima toqué el Djembé con la mano izquierda, por lo que el nervio afectado fue el de mi mano útil. Nuevamente, alteración de la vida cotidiana, no podía abrir un tarro de mermelada y, al final, ni siquiera poder escribir usando el teclado del computador. Obligada a dictarle a Word y después corregir mil detalles de cada escrito, de cada publicación.  Al igual que la cadera, primero kine, y después había que operar, pero vino la pandemia, la suspensión de cirugías, viví de nuevo con dolor hasta julio de 2020 en que por fin me operaron. Ahora tengo otra cicatriz de recuerdo, en el brazo, que parece una serpiente.

 

Mis tatuajes del árbol de la vida y de la mariposa seguían esperando, en pausa, pero nunca se me olvidaron. 

 

Durante esta pandemia -de mierda- que ha provocado tantas muertes, sufrimiento y a la que nos hemos tenido que adaptar, viviendo encerrados, etc., una de las cosas que decidí hacer fue aprovechar el encierro y la tecnología, y estudiar. Entre 2020 y 2021 hice dos diplomados, y no sé cuántos cursos relacionados con mi trabajo, pero no tenía por dónde o cómo aprender algo nuevo, algo que se supone que hay que hacer para que el cerebro y el alma no se queden pegados en un solo tema.  Justamente las clases de percusión en 2019 tenían ese objetivo, pero me hice bolsa la mano yo misma, y no pude continuar. Tenía que encontrar algún curso que se pudiera hacer por zoom, que fuera sobre algo totalmente distinto a lo que habitualmente estudio.

 

Fue así, que llegué a los talleres de Luis Flores. Uno de ellos era sobre chamanismo. El chamanismo ha sido, desde hace años, la visión o comprensión espiritual que más sentido me hace, después de un largo recorrido en que el descarté religiones que imponen una verdad única, que discriminan y hasta descalifican a quienes no la profesan, grupos que en el fondo son sectas, etc. La lista de esa búsqueda a lo largo de la vida es larga.

 

El chamanismo me había llegado antes, de chiripa (se supone), en el 2017, previo a la crisis de los flashbacks. Mi hermana, la rucia Vikinga que es toda entera una guerrera de luz, y que vive en Llanquihue, me pidió que la fuera a buscar un viernes al aeropuerto y la llevara a Los Andes, donde iba a pasar el fin de semana en una actividad importante para ella. Obviamente, le dije que sí. Cuando ya íbamos en camino hacia Los Andes, me contó de qué se trataba, era una especie de retiro o encuentro de gente con un chamán español, quien aprendió de los Q´ero del Perú. ¡Era lo que me faltaba! Así que en un santiamén nos viramos de vuelta a Santiago a buscar un pijama y un par de cosas más, avisarle a Carlos que volvía el Fomingo (¡Cuánta paciencia tiene mi marido!) y partir al toque de vuelta hacia Los Andes. Ese fin de semana me cambió la forma de ver y de significar las cosas, aunque no es algo automático, pero si un nuevo camino por recorrer.


Así, cuando en el 2020 en plena pandemia apareció el taller de Luis sobre Chamanismo, me inscribí. En ese taller, Luis habló sobre los animales de poder, que también se llaman tótems, animales compañeros espirituales, y en algunos aspectos también se parecen al concepto de nahual.  En ese taller hicimos viajes chamánicos -sin ayahuasca, no es necesario- y me encontré con una tremenda sorpresa. 

 

Continuará.... 


Atte., Aweli Vintage, escribidora. Sobreviviente. Rebelde con causa. @solangeabogada en twitter.

viernes, 15 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE UNO

 


(Rapanui).

 

Antes de empezar a explicar “Tatuamigos”, debo hacer una advertencia, que probablemente no sea ninguna sorpresa: soy dispersa.  Siempre trato de no serlo, y como no me resulta, cuando escribo termino revisando quinientas veces, corrigiendo, tratando de sintetizar, eliminando desvíos y distracciones de lo que se supone que es el tema. Ese ejercicio me resulta cuando escribo por mi trabajo, pero cuando escribo porque me gusta, me es  imposible.  Quizás eso mismo sea parte de la entretención, tanto de escribir como de leer. Bueno, ahora no me voy a limitar, voy a dejar fluir mi dispersión y punto.

 

Fue en el 2007 que empecé a sentir una fuerte atracción hacia los tatuajes. En esa época mi amiga P. viajaba a Rapanui desde hacía tiempo, quizás un par de años.  Cada dos meses partía para allá y se quedaba dos semanas, por razones de trabajo. En nuestros habituales aquelarres nos contaba historias y anécdotas, y con sus relatos nos transportaba a la isla, a su gente, sus costumbres, su forma de vida, y -por qué no decirlo- sus problemas y vicisitudes.  Los aquelarres con contenido Rapanui fueron muchos, de modo que los viajes mentales a la isla por mi parte fueron ídem.

 

Ese verano, el del 2007, mi amiga arrendó una casa por todo enero y febrero, y el plan era trasladarse con toda la familia. A esas alturas ella ya formaba parte del escenario habitual de Rapanui, todos la conocían.  Me invitó, porque claro, me consideraba parte de la familia.  Apliqué crédito en cuotas, compré pasaje y partí en febrero, premunida de todos los encargos de mi amiga (incluido papel higiénico que estaba escaseando allá).  Mis niños (ya adultos) de vacaciones con su papá. Así, pude vivir una experiencia inolvidable, maravillosa, quedándome allá poco más de dos semanas. La invitación era por más tiempo, pero yo estaba por dar mi examen de grado, se suponía que tenía que vivir enterrada entre códigos y demases, pero la tentación de ir a la isla era demasiado grande. Rechazar la invitación estaba fuera del escenario, así que fui, por menos tiempo, y en marzo me saqué un 4 en el examen de grado.

 

Esa decisión, la de partir a Rapanui estando a punto de dar el examen, más encima endeudarme para comprar el pasaje, está en mi lista de una de las mejores decisiones que he tomado en la vida.

 

Nota al margen: Igual aprobé el examen en marzo, nadie me pregunta qué nota me saqué en el grado, y dudo que por mucho más que hubiera estudiado, pudiera haber tenido un mejor “rendimiento”, por la sencilla razón que estudié derecho con dos niños, el duelo de la muerte de Gaby, trabajando, la mayor parte del tiempo sin una pareja o apoyo, y más encima soy incapaz hasta el día de hoy, de aprenderme de memoria artículos con número y todo. Mi objetivo no eran las tres negritas, era ser abogada. Y lo logré.  (Igual después en la tesis me saqué un 7 y en la práctica también, todo en ese mismo año sumado a la pega y me creo la muerte por ese logro. Claro, ahí no necesitaba saberme cosas de memoria sino investigar, analizar, escribir, y trabajar).

 

Si no hubiera sido por la generosa invitación de mi amiga, jamás hubiera podido ir por tantos días, y menos aún habría podido compartir y conversar con los lugareños, quienes invitaban a mi amiga a sus casas casi todos los días, y yo, por supuesto, iba de apéndice, heredera del cariño que le tenían a mi amiga. Así me tocó ver y escuchar decenas de costumbres, ritos, conocimientos ancestrales, leyendas míticas. Fue como entrar un ratito al mundo de ellos. Una experiencia totalmente distinta y opuesta a un viaje de turismo entero agendado de tures apurados, en los que uno ve todo corriendo y termina no viendo nada, y ni a palos alcanza a conversar con la gente del lugar, que es la parte que más me importa donde sea que vaya.

 

Desvío: Un día fuimos con la familia de Ema T. a la playa, una tarde entera. La playa a la que van los lugareños, no la de los turistas. El marido de Ema, “el pescao” (todos tienen sobrenombres), se metió al agua premunido de un arpón común -no esos de ahora que parecen armamento de guerra- y una malla. Nosotras nos quedamos con los niños en la playa. Ema llevaba de todo, desde pollo hasta ensalada y postre.  Al rato vino corriendo una niñita que estaba con otra familia, y le dice a Ema “Tía, mi mamá dice que le mandes mayonesa si tienes” o algo así. Y sí, Ema tenía mayonesa y se la entregó a la niña. Pasaron horas y el “pescao” no aparecía por ninguna parte, seguía en el mar. Yo como buena Conti neurótica, pensando que estaba “desaparecido en acción” en el fondo de esas aguas, pregunté, y Ema relajadísima me dice “no pasa nada, está pescando”. Efectivamente al rato el pescao salió del agua y parecía una escena de película: venía con la malla llena de pescaos, regaló varios, y esa noche los comimos asados en su casa.  Allá todos se conocen, o son parientes, se ayudan, viven en comunidad. Por supuesto que tienen conflictos, pero la vida comunitaria, la confianza entre ellos, su generosidad, realmente me impresionaron. Quizás por eso la palabra iorana significa hola y adiós. ¡Pasan todo el día saludándose! Es realmente hermoso, una especie de continuo en el que no existe un adiós total.

 

PD: En la noche, mientras hacía el asado, el pescao me pidió que hiciera algo, no me acuerdo qué, pero implicaba cortar alguna verdura, cosa para la que soy entera inútil y le dije que no sabía cómo hacerlo. Entonces me dice, riéndose a gritos: “¡Tú eres la que no sabe cocinar! ¡Siempre pensé que eso era una broma!”.

 

Estando en Rapanui, entre tantas otras cosas, me fijé en los tatuajes. De hecho, me enamoré de ellos. Me di cuenta de que formaban parte, históricamente, de su sentido de identidad. Supongo que esta costumbre se estaba recuperando, mucho tiempo después de los esfuerzos de gente “civilizada” -particularmente misioneros- que los veía como “salvajes” hace tan sólo un par de siglos atrás. Los que se auto adjudicaron la misión de imponer una única verdad, lograron erradicar durante mucho tiempo, prácticas ancestrales que tenían un profundo sentido espiritual, bajo el precepto de que los tatuajes eran un exceso de culto al cuerpo y que presentaban un aspecto “grotesco y horrendo a los ojos de los navegantes extranjeros”.

 

De hecho, la palabra “tatoo” es una deformación del vocablo polinésico Tatau, cuyo significado preciso ignoro, pero sé que se relaciona con la técnica para realizar los tatuajes, golpeando de forma repetida y rítmica la piel, a fin de introducir color, lo que era extremadamente doloroso. Todo esto de la historia de los tatuajes -no sólo en Rapanui- lo he ido descubriendo después. De hecho, acabo de ver que en Rapanui hay ocho vocablos para referirse a tatuaje, dependiendo del lugar del cuerpo en que se ubiquen. “Tatuaje”, en general, es “tatū.

 

Realmente me enamoré de los tatuajes. Pensé en hacerme uno sin que en ese momento se me ocurriera que al hacerlo sin conocer el sentido profundo que tenían, podría estar aportando justamente a la idea que sería sólo por vanidad. Quería traerme de vuelta, para siempre, algo de la isla.  Vi distintos diseños, bellísimos a mis ojos. Claramente no soy una navegante del siglo XVIII y no conocí al capitán James Cook ni al cura Sebastián Englert. Me parecieron hermosos y punto.

 

A pesar del amor a primera vista y de los diseños maravillosos que me atraían como un imán gigante siendo yo una aguja, no me hice ningún tatuaje en ese momento. Me ganó el miedo. Miedo al dolor, a alguna infección o peor, un shock anafiláctico (ya llevaba 3 o 4), a ser juzgada por los demás en mi entorno, miedo a que me discriminaran. Soñaba con ser abogada, y en esa época incluso en la universidad, el tema de la apariencia física era duro. Los hombres debían tener el pelo corto, siempre chaqueta y corbata, las mujeres faldas no muy cortas, etc. Una abogada tatuada era muerte segura en el ejercicio de la profesión.  Tenía también, miedo a hacerme algo en el cuerpo que queda para siempre y después que no me gustara o arrepentirme. En esa época, más que ahora, un tatuaje no tenía vuelta atrás.

 

El miedo fue más poderoso que el amor a primera vista, así que esa vez, ganó mi batalla interior.

 

Poco tiempo después, en el 2009, con Carlos fuimos a Nigeria y estuvimos varios meses allá. Hay chorrocientas entradas de blog respecto de esa tremenda experiencia, así que trataré de centrarme sólo en los tatuajes.

 

Estando allá, nuevamente sentí un ascensor en el alma al ver los tatuajes, específicamente los de la tribu Fulani. El ascensor subía y bajaba, entre admiración por la belleza y el significado, y sentir que, en mi cultura no hay una tribu, ni el orgullo de mostrar que se pertenece a una. Porque eso es lo que significan los tatuajes para ellos.

 

Durante los primeros meses fui Capitana Cook, monja, bruta, invasora, etnocéntrica y lo que es peor, ni siquiera me lo cuestioné. Sin darme cuenta, de alguna manera juzgaba a los nigerianos desde mi cultura, en vez de tratar de comprender la de ellos, de empaparme en el mar de su historia, del alma de ellos. En esa época, yo no sabía que los tatuajes, como concepto, no son sólo los que todos conocemos, dibujos hechos con tinta o alguna técnica ancestral con hollín, etc. En términos amplios, los tatuajes son marcas en el cuerpo, por lo que las marcas de las distintas etnias (los Hausa, los Igbo, los Yoruba y muchas más) hechas mediante cortes en la piel, a fin de que queden cicatrices, son también tatuajes desde el punto de vista del sentido que tienen para ellos. Son marcas.  Identidad.

 

Lo que mis ojos del alma vieron, fue nuevamente la belleza de los tatuajes hechos con tinta, pero al mismo tiempo, me pareció horroroso, inaceptable, contrario a derechos humanos, que se le hicieran marcas en la piel a los niños y a las niñas. Recuerdo particularmente a un niño Hausa, con sus típicas cicatrices, una línea vertical en cada mejilla. Pregunté por qué las hacían, pensando en que era una práctica que atentaba contra la integridad física de los niños, y la respuesta fue “Porque somos Hausa”. Luego pregunté cómo las hacían, y me explicaron que a los pocos meses de vida les hacen los cortes, luego introducen una ramita en la herida durante varios días, para que no cicatrice y quede una marca notoria, ancha. Demoré meses en cambiar el chip, me tuve que reformatear y meter la pata un montón de veces, antes de darme cuenta de que a mí me hicieron hoyos en las orejas por ningún sentido de identidad, recién nacida, los hoyos quedaron para siempre y nadie lo cuestiona.

 

En fin, aluciné los tatuajes con tinta de los Fulani, sobre todo las mujeres, pero aparte de admirar su belleza y re conectarme con el tema de los tatuajes, definitivamente no eran para mí, porque no soy Fulani y sería un tremendo sacrilegio “copiar” un símbolo que está destinado a que puedan reconocerse entre ellos, en un país inventado a la fuerza en el que conviven muchos grupos étnicos diferentes, en el que se hablan más de 50 idiomas y 250 dialectos y desde tiempos inmemoriales necesitaron marcar sus cuerpos con pintura y tatuajes para poder encontrarse, reconocerse, cuidarse entre ellos.

 


(mujer Fulani).

Esos dos amores -Rapanui y Nigeria- junto con las ganas de hacerme un tatuaje, quedaron rondando medio escondidas durante años, hasta el 2017. Ese año me pusieron una prótesis de cadera, y obviamente quedé con una cicatriz notoria. Como sólo se puede ver por los demás si estoy en traje de baño, el miedo a la discriminación en la pega estaba descartado. En ese momento decidí que algún día me iba a hacer un tatuaje con la excusa de tapar la cicatriz, y como es ancha y mide como 10 cm. de largo, estaba cantado que la cicatriz se convirtiera en el tronco de un árbol. El árbol de la vida. Claro que como no se pueden hacer tatuajes sobre una cicatriz reciente, hay que esperar un par de años. El único miedo que me quedaba por vencer era el de sufrir un shock anafiláctico, pero la decisión de hacerme ese tatuaje estaba tomada, era cuestión de investigar y esperar.

 

Me lo hice -con tintas naturales- el año pasado, pero no fue mi primer tatuaje y entremedio, ocurrieron muchas situaciones que me llevaron a un camino distinto al que tenía planificado. Así es la vida.

 


Mi amigo árbol de la vida, que fue el primero decidido pero no el primero hecho.

Continuará...


Atte., Aweli Vintage. 

 


 

 

 

sábado, 9 de abril de 2022

LA EMPATÍA DE LA THERMOMIX.

 





(Na´ que ver, esa foto es el dibujo de uno de los tatuajes de la Princesa de Ukok, se entiende más adelante). 


Antes de empezar a contar esta anécdota (real, por supuesto, y con permiso de cónyuge), y aunque parezca innecesario, creo que vale la pena recordar qué significa la empatía. Es, simplemente, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y comprender su mundo interior.

 

Claro que frente a una definición o concepto que parece simple, la vida cotidiana nos aforra verdaderos charchazos  emocionales a cada rato, sea porque alguien no nos muestra empatía, porque nosotros mismos no lo hacemos y nos damos cuenta cuando ya es tarde, porque leemos noticias o nos enteramos de situaciones en las que la falta de empatía termina en tragedias de proporciones inimaginables, o por mil razones más.  


 
A la gente que carece completamente de empatía se les llama psicópatas, claro que como no soy psicóloga ni psiquiatra no me atrevo a ahondar en el tema, aparte que correría el riesgo de ser mega latera, onda lata 7.0, y no es la idea.
 


Eso sí, tengo que decir que a veces pienso que la empatía no es algo que deba existir solamente en el ámbito de “persona a persona”. Quizás podríamos pensarlo como algo que debiera darse entre grupos de personas, o entre países, y entonces podríamos pensar que la guerra provocada recientemente por Rusia contra Ucrania, tiene un componente de falta de empatía o de psicopatía de Estado, pero esa es otra historia.


El asunto es que cuando se produce un entuerto por pura y mera empatía, creo que vale la pena contarlo.


 
La empatía de la Thermomix:


 
De nuevo, antes de contar la anécdota, para dar algo de contexto, confieso dos cosas: primero, no tengo la menor idea de cómo cocinar, más encima tengo pésima motricidad fina, soy irremediablemente zurda, los cuchillos en su mayoría son para diestros, hago papilla los tomates y hasta los huevos duros, me carga cocinar y en definitiva soy un desastre mayúsculo en esa materia. Segundo, soy garabatera. En inglés o castellano, pero digo garabatos sólo después de las 17:00, excepto sábado, domingo y festivos, esos días no tengo horario garabatero, así que no voy a pedir disculpas por las soecidades de esta entrada de blog.  Carlos en cambio, sólo dice garabatos cuando se enfurece y ve rojo, una vez en un millón.


 
Ahora sí, la thermomix.


Anoche conversando con mi compañero de vida, no me acuerdo cómo o a pito de qué, apareció el tema de la famosa thermomix, una olla robot, mágica, que cocina por su cuenta. Entonces se produjo, más o menos literal, el siguiente diálogo:


 
Carlos: 

- “Ah, si, ha sido un tema recurrente de conversación hace rato en mi trabajo, pensé que Ud. no las conocía, parece que todo el mundo quiere tener esa olla que cocina sola”.
 
Yo (con ataque de risa automático): 

- “Pero mi vida ¡qué poco me conoce! ¡Ud. me tiene toda entera subestimada!  Aunque no lo crea, estoy completamente al día con los avances tecnológicos y ya revisé todas las marcas, caché que parece que hasta pican las zanahorias y las papas y hacen carbonada, hacen todas las weás que yo no tengo idea cómo hacer, sé cuánto valen... ¡las tengo plenamente identificadas hace tiempo!".
 
Carlos: 

- “Pero Ud. no me había dicho nada de la thermomix, ¡pensé que no la conocía!”.
 
Yo: 

- “¡Las cacho hace rato! Son más caras que la chucha, no le había querido decir nada a usted porque lo conozco, yo sé que, si llegaba a decir algo, Ud. la iba a querer comprar y no tenemos plata, tenemos que pagar la operación, y tenemos mil prioridades más antes de comprar esa cuestión. Pero... si Ud. hacía tiempo sabía de la famosa olla astronática, ¿por qué no me dijo nada tampoco?”.


Carlos: 

- “No le quise decir porque pensé que Ud. se iba a entusiasmar y que se endeudaría para comprarla altiro, y tenía pensado comprarla yo más adelante de sorpresa…”.


 
Yo, (léase escuchando las carcajadas): 

- “Pero mi vida… ¡nunca tan gil como para endeudarme por una olla! Le creo endeudarme por ir a ver a las nietas, o incluso por los tatuajes de símbolos vikingos y celtas, de la Princesa de Ukok, ¡pero no por una olla que vale la mitad de un pasaje a Chequia y no sé cuántos tatuajes! Más encima, yo sé que a usted le molestaría ver la porquería de olla encima del mesón. Ni cagando cabe adentro de los muebles de la cocina , entonces usted la agarraría, la dejaría escondida para siempre jamás  adentro de algún otro mueble o en la bodega, ¡y nunca la usaríamos!”

Carlos:

- "Es verdad, no cabe y yo la pondría en el mueble del patio y no la usaríamos".

 
Bueno, la thermomix es pura empatía de mi marido hacia mí, y vice-versa.


 
Carlos nunca mencionó su existencia porque suponía que yo iba a querer tenerla altiro (lo cual es cierto). Quiso protegerme de mi misma, de la posibilidad que cometiera economicidio (entiéndase un suicidio económico), endeudándome para comprarla. También esperaba en algún futuro, regalársela a la casa. Sólo no consideró que últimamente he logrado ajustar mi econo-cinturón tanto que le faltan hoyos, y priorizar gastos.  Claro que algunas de mis prioridades -particularmente los tatuajes- son un tanto incomprensibles para él, porque no comparte mi pasión por dibujarme el cuerpo. Eso da para entrada de  blog aparte. 


(Durante meses soñé en privado con mis próximos tatuajes, investigué símbolos ancestrales, busqué -y sigo buscando- precios de pasajes a Praga, al mismo tiempo que los precios de la thermomix, todo pa' callao conmigo misma, porque sé que él necesita concentrarse en proyectos que está haciendo y no lo quiero joder con temas que lo distraen innecesariamente.  Lo de soñar con ir a Chequia es sueño permanente, él sabe eso, y lo de los tatuajes se lo comenté la semana pasada cuando ya los tenía totalmente decididos, para que se vaya haciendo la idea 😂).
 

Mi "empatía thermomix" produjo el mismo efecto que la de mi cónyuge:  no comentarle sobre la famosa olla porque lo conozco, sé que él sabe que me siento entera inútil por no saber cocinar, que sin duda querría tener una varita mágica o poder decir “abracadabra” y que la comida se cocine sola y que quede rica, entonces él, por mí, ¡sería capaz de ir y comprarla! También me equivoqué en el análisis, exactamente en lo mismo que él: pensé que él se endeudaría por comprarla, cuando en realidad había decidido que habían otras prioridades.


 
Total que los dos nos habíamos quedado 🙊con respecto al aparato por exactamente las mismas razones durante meses, y ambos fallamos en nuestro análisis respecto del otro en lo mismo: ninguno de los dos estábamos dispuestos a endeudarnos por una olla, por mágica que sea.


 
Al final de cuentas, nuestro mutismo selectivo respecto de la palabra thermomix durante meses fue, exclusivamente, por empatía. 



La momia de la "Princesa de Ukok", también conocida como "La Dama de Hielo". Próxima entrada, por mientras, dejo un enlace:

https://es.wikipedia.org/wiki/Princesa_de_Ukok


Atte., Aweli Vintage.