PARTE DOS.
En este momento tengo ocho tatuajes, aunque no estoy segura. Quizás son nueve o doce. Depende de cómo los cuente. Por supuesto que podría dejar esta historia hasta aquí, con un párrafo -miserable- que relata una cantidad de tatuajes, pero no tendría ninguna gracia. Estoy embalada escribiendo y no pienso privarme de la diversión. Mis dedos vuelan por su cuenta y quiero plasmar el cómo, los cuándos y los porqués. Aunque nadie lo lea. Estoy entretenida escribiendo sobre cómo pasé de sólo soñar con un tatuaje en el año 2007 y no hacérmelo por miedo, a tener varios en el 2022, derribando todos los miedos, uno por uno, y terminar sintiéndolos como “amigos”, además del tema de los tatuajes mismos.
Árbol de la vida, mariposas,
lobo, colibrí, águila, trisquel, aegishjalmur, Doncella de Altái. Cada uno de
ellos obedece a un proceso (que espero sea de crecimiento), y tiene un
significado por sí mismo. Quiero escribir sobre todo eso, independientemente de
si alguien lee lo que estoy escribiendo o no. Es casi como una conversación
conmigo misma, sólo que sale de mi cabeza y mis dedos teclean.
Así las cosas, mantengo la
misma advertencia de la parte uno, y agrego: esta vez además de la dispersión
que no puedo evitar, aclaro que el tema de los tatuajes es un proceso interior
que se exterioriza y termina con las marcas en el cuerpo. El camino es largo. Hay idas y vueltas, avances, retrocesos, y
vericuetos que son largos. Pido paciencia, hay un final feliz.
Paréntesis: Creo que al
menos mis nietas van a leer todo esto algún día, porque mi nuera, Bietush,
alias “la gorda” (de puro cariño, es super flaca), tiene un archivo de “Cosas
de la abuela Solange” donde guarda todo lo que escribo. Las serias y las
leseras.
Cuando tomé la decisión de
tatuarme el árbol de la vida sobre la cicatriz de la operación de la cadera, el
significado del árbol y el lugar del tatuaje no eran banales, ni una cuestión
de vanidad, ni mucho menos.
El dolor y las limitaciones
físicas que sufrí durante años por la artrosis de la cadera antes que me
operaran fueron significativos, tanto en intensidad como en cuanto a la
alteración de la vida cotidiana y de las expectativas que tenía con relación al
presente y futuro. Además, vivir con dolor 24/7, 365 días al año, significó
perder capacidad de concentración, dormir mal, alteración de toda la vida
familiar. Detalles como que, si se me caía algo y me resultaba imposible
agacharme a recogerlo, obligaba a los demás a acudir en auxilio, o que si
caminábamos en un paseo todos los demás tenían que ajustarse a mi ritmo, etc.,
formaban parte de perturbación de las actividades, hábitos y costumbres que
hasta entonces teníamos. Pero así es la vida, uno envejece y el cuerpo se echa
a perder, no hay vuelta que darle. Sobre todo, si una nació con las caderas
chuecas en 1961, antes que se hicieran radiografías a todos los recién nacidos
para descartar displasia de las ídem.
Me explico: La cadera me empezó a doler más o menos
2014-2015. Simplemente me dolía caminar, subir escaleras, sentarme, pararme…
cualquier cosa que hiciera me dolía. Ahí tomé conciencia de la importancia de
las caderas, que hasta entonces daba por eternas. Tuve que alterar hasta mis tiempos, porque
tenía que caminar más lento, entonces anticipándome al sufrimiento, en vez de
salir al centro para ir a alegar a la corte o a una audiencia con una hora de
anticipación, tuve que agregarle primero 15 minutos más, después media hora,
etc. No era solo sufrir dolor, era pensar
en lo que iba a sufrir, sí o sí.
Fueron dos o tres años de
consultas médicas, kinesioterapia, ejercicios, medicamentos y demases,
intentando evitar un implante, entre otras razones por mi edad. Las prótesis de
cadera se tienen que cambiar, algunas duran 10 años, otras más, pero en algún
momento hay que pasar de nuevo por todo el proceso de la operación. El doc me
decía que yo era muy joven, porque claro, al principio tenía 53 años. La idea
era retrasar la operación, pero para el 2017 ya no daba más. No era dolor; era
suplicio, tortura. La única solución era convertir una parte de mi cuerpo en
algo biónico y asumí que me iban a detener para siempre al pasar por detectores
de metal. Claro que después de la operación y con el pasar del tiempo
desarrollé estrategias, sobre todo en los aeropuertos. A veces me dejaban pasar
rápido cuando avisaba de antemano que tenía un montón de titanio metido en la
pierna y ofrecía mostrar la cicatriz. Los funcionarios, quienes con tal que yo
no me bajara los pantalones delante de todo el mundo, me decían “No se preocupe,
pase”, en el idioma que correspondiera según el lugar. Por supuesto, esa estrategia desaparecería al
tapar la cicatriz con el árbol de la vida, pero no fue por esa razón que me
demoré cuatro años en hacerme ese tatuaje.
Paréntesis: Mi amiga Mónica
-quien participaba de las tertulias eternas en casa de P.- leyó la primera
parte de “Tatuamigos”, y amorosa, mandó el siguiente mensaje, para integrarlo a
la segunda parte:
“Mientras te leía,
imposible no recordar aquellos tiempos en donde, en medios de nuestras
conversaciones aparecían los problemas que te causaba los dolores de esa
cadera, tus paseos interrumpidos y luego cuando fui a verte a la clínica e
hicimos tu primer paseo post cirugía y pensaba “han pasado 5 años de eso ya,
¡qué heavy!”
Si, todo ese período fue
duro, y el hecho de haber podido superarlo, merecía más que celebrar en un
restorán.
La única duda que me quedó
después de la operación fue qué va a pasar con el titanio cuando me vaya de
este mundo y cremen mi cuerpo. Lo único que sé es que no se puede donar. Quizás
se pueda reciclar, sigo con la duda.
Para mí, las cicatrices no
son feas. Las arrugas tampoco. Son recuerdos, y hartos. Símbolos. Las de las cesáreas eran memoria
grabada del nacimiento de mis hijos. Las cicatrices de porrazos me encantan,
porque todos fueron por bruta y me permiten reírme de mi misma. Son tres: una
vez que iba bajando un cerro en una patineta cuando tenía 10 años, mi hermano algo
me dijo, me di vuelta, perdí el equilibrio y aterricé arrastrando la pera sobre
el cemento. A los 16 me saqué la cresta
en moto. Una de mis piernas tuvo un
encuentro cercano del tercer tipo con un alambre de púas, aparte de fracturarme
la rodilla y una costilla. En el 2011 a
Titán se le ocurrió perseguir a un gato y de puro gil no lo solté. Obviamente,
siendo él un cachorro gigante determinado a conseguir su objetivo
-probablemente sólo oler al pobre felino- y con capacidad de superar sin
dificultad y con creces mis fuerzas, sufrí un aterrizaje forzoso sobre cerámica
y justo, qué mala pata, mi ojo se incrustó en un borde afilado. Doble mala pata: al ir a la clínica me
pusieron la vacuna contra el tétanos y me dio un shock anafiláctico.
Entonces las cicatrices son
parte de la historia de vida, incluso símbolos de sobrevivencia, de superar
dificultades. No siento la necesidad de
ocultarlas. La decisión de hacerme un
tatuaje sobre la cicatriz de la operación de la cadera era más una excusa para
¡por fin! hacerme un tatuaje, que querer tapar algo que para los demás es
“feo”, y lógicamente, el símbolo del árbol de la vida era perfecto. Había que dejar pasar cerca de dos años para
poder hacer el tatuaje. Hay que esperar a que cicatrice completamente antes de
hacer una intervención que implica romper la piel, así que el plan era hacerlo
en el 2019.
De hecho, ahora que lo
pienso, quizás los tatuajes son una especie de marca que una misma quiere dejar
en el cuerpo. Una marca que habla, que al igual que las cicatrices, de heridas
del alma. Significan recuerdos o duelos,
pero, además, pueden significar logros, transformaciones, trascendencia,
rendirle homenajes a algo o a alguien, y sueños. Todo eso y mucho más, dibujado
en el cuerpo para siempre. Identidad.
Tenía totalmente decidido
hacerme el tatú del árbol de la vida en el 2019, pero de vez en cuando la
vida nos obliga a cambiar de planes. Nos pone lomos de toro por delante. A
veces una misma comete errores, o decide privilegiar otras cosas auto
boicoteando proyectos. A veces puede ser mala suerte (o buena), karma, destino, o como sea
que se llame a cosas que suceden que no dependen de uno y que obligan a tomar
un desvío en el camino que se pensaba recorrer.
También a veces ocurren
sucesos que parecieran estar tejiendo una red invisible de causas y efectos,
que cambian el rumbo de planes y proyectos, de sueños y esperanzas, y al final
de cuentas uno ni sabe si acaso hubo el desvío de un rumbo, o si quizás los
obstáculos no lo eran. Quizás eran un aviso “pare” o “ceda el paso” y lo que
parecía ser un obstáculo terminó llevándonos a un lugar mucho mejor. Quizás eran
una brújula que muestra el norte sin que uno lo sepa, mostrando un camino
nuevo, y no un desvío. Claro, esas son
encrucijadas y uno tiene la libertad de decidir cuál camino toma, y supongo que
esas decisiones marcan el futuro.
Bueno, resulta que todo lo
anterior ocurrió. Lomos de toro, olas que sortear, una y otra vez, entre el
2018 y el 2021.
En el 2018, antes que
tuviera permiso para hacerme el tatuaje soñado, me vi enfrentada a una
encrucijada sin señalética, y tuve que decidir cambiar de rumbo.
Ese año vino la crisis de
flashbacks del abuso y violación que sufrí por parte de un tío. Fue la segunda,
la primera fue en el 2001.
Esas eran heridas abiertas
del alma, que sangraron y permanecieron invisibles para los demás, escondidas,
secretas, durante décadas. Viví con una parte del alma secuestrada por un daño
imposible de describir durante 45 años, atrapada como una mosca en una telaraña
de engaños tejida meticulosamente por mi agresor, que quedaron impregnados en
lo más profundo de todo mi ser. La telaraña estaba bien hecha, hilada de manera
fina y firme.
Quedé atrapada, en silencio,
amordazada, hasta el 2018.
La crisis de flashbacks de
ese año fue gracias (¡y lo agradezco desde el fondo del corazón!) a una
entrevista que le hicieron a James Hamilton en Estado Nacional, en la que habló
sobre el proyecto de ley que se estaba tramitando sobre la imprescriptibilidad
de los delitos de abuso sexual infantil. Habló del derecho al tiempo de las
víctimas. Viendo el programa, mientras la mitad de mis neuronas sostenían una
discusión jurídica porque la prescripción se supone que es un pilar
indestructible del derecho, la otra mitad se conectó con un par de recuerdos de
situaciones que uno no quisiera haber vivido jamás, pero que sucedieron.
Me quedé dormida. Desperté
al día siguiente, inundada de recuerdos desordenados, una tormenta interior,
devastadora. Entre la angustia, el dolor, y mil cosas más, me di cuenta de que
llevaba como 20 años dedicada al derecho de familia, (mucho antes de titularme)
área del derecho que no se trata sólo de pensiones de alimentos o divorcios,
sino que, lamentablemente, muchas veces de intentar proteger a niños, niñas y
adolescentes quienes han sufrido malos tratos. Entre otros, el abuso sexual
infantil intrafamiliar. Choqué de frente con mi propia inconsecuencia. Me
dedicaba al “rescate” de otros, pero nunca me había rescatado a mí misma.
Así, me determiné a dejar de
lado la inconsecuencia, y hacerme cargo de una vez por todas, mirando de
frente, el horror. Tiempo después,
gracias a un diplomado que hice en Fundación para la Confianza (@paralaconfianza en twitter, la amo),
comprendí que no es que hubiera sido inconsecuente: sencillamente el daño
causado me había impedido hacerlo antes. Los recuerdos enterrados son un
mecanismo de sobrevivencia.
Fueron meses de angustia, de
dolor, pena, rabia y frustración inmensos. Tomé conciencia también, que no era
la única persona que estaba en la misma situación. Haber sufrido abuso sexual
siendo niña o niño, y no poder denunciar porque estaba prescrito, cuando el
dolor no prescribe y la herida sangra para siempre. Apareció la necesidad de
poner mi experiencia al servicio de los demás, de las víctimas, de la sociedad.
Carta aviso a mi agresor de término de silencio. Twitter. Protesta Roja.
Pulseras Rojas. Gritar a viva voz, en vez de mantener el secreto que sólo ayuda
a pederastas.
Todo eso fue más que un
desvío en el camino, fue ver y recorrer otro distinto, que sigue estando
presente hasta hoy.
El derecho al tiempo de las
víctimas estaba representado por una mariposa, un hermoso símbolo de
transformación.
Entonces, ese camino me
llevó a decidir que además del árbol de la vida, me tatuaría una mariposa.
PD: El tema de la
prescripción del abuso sexual infantil está explicado en la página web www.protestaroja.com .
La #ProtestaRoja y #PulserasRojas también.
Después de la operación de
la cadera, en el 2019, se me ocurrió salir a protestar con mi Djembé. Le di
duro durante como tres horas. Resultado, una cuestión que se llama Síndrome de
Wartenberg. Es un atrapamiento del nervio radial, y créanme, duele. Más encima
toqué el Djembé con la mano izquierda, por lo que el nervio afectado fue el de
mi mano útil. Nuevamente, alteración de la vida cotidiana, no podía abrir un
tarro de mermelada y, al final, ni siquiera poder escribir usando el teclado
del computador. Obligada a dictarle a Word y después corregir mil detalles de
cada escrito, de cada publicación. Al
igual que la cadera, primero kine, y después había que operar, pero vino la
pandemia, la suspensión de cirugías, viví de nuevo con dolor hasta julio de
2020 en que por fin me operaron. Ahora tengo otra cicatriz de recuerdo, en el
brazo, que parece una serpiente.
Mis tatuajes del árbol de la
vida y de la mariposa seguían esperando, en pausa, pero nunca se me olvidaron.
Durante esta pandemia -de
mierda- que ha provocado tantas muertes, sufrimiento y a la que nos hemos tenido que
adaptar, viviendo encerrados, etc., una de las cosas que decidí hacer fue
aprovechar el encierro y la tecnología, y estudiar. Entre 2020 y 2021 hice dos
diplomados, y no sé cuántos cursos relacionados con mi trabajo, pero no tenía
por dónde o cómo aprender algo nuevo, algo que se supone que hay que hacer para
que el cerebro y el alma no se queden pegados en un solo tema. Justamente las clases de percusión en 2019
tenían ese objetivo, pero me hice bolsa la mano yo misma, y no pude continuar.
Tenía que encontrar algún curso que se pudiera hacer por zoom, que fuera sobre
algo totalmente distinto a lo que habitualmente estudio.
Fue así, que llegué a los
talleres de Luis Flores. Uno de ellos era sobre chamanismo. El chamanismo ha
sido, desde hace años, la visión o comprensión espiritual que más sentido me
hace, después de un largo recorrido en que el descarté religiones que imponen
una verdad única, que discriminan y hasta descalifican a quienes no la
profesan, grupos que en el fondo son sectas, etc. La lista de esa búsqueda a lo
largo de la vida es larga.
El chamanismo me había llegado antes, de
chiripa (se supone), en el 2017, previo a la crisis de los flashbacks. Mi
hermana, la rucia Vikinga que es toda entera una guerrera de luz, y que vive en
Llanquihue, me pidió que la fuera a buscar un viernes al aeropuerto y la
llevara a Los Andes, donde iba a pasar el fin de semana en una actividad
importante para ella. Obviamente, le dije que sí. Cuando ya íbamos en camino
hacia Los Andes, me contó de qué se trataba, era una especie de retiro o
encuentro de gente con un chamán español, quien aprendió de los Q´ero del Perú.
¡Era lo que me faltaba! Así que en un santiamén nos viramos de vuelta a
Santiago a buscar un pijama y un par de cosas más, avisarle a Carlos que volvía
el Fomingo (¡Cuánta paciencia tiene mi marido!) y partir al toque de vuelta
hacia Los Andes. Ese fin de semana me cambió la forma de ver y de significar
las cosas, aunque no es algo automático, pero si un nuevo camino por recorrer.
Así, cuando en el 2020 en
plena pandemia apareció el taller de Luis sobre Chamanismo, me inscribí. En ese
taller, Luis habló sobre los animales de poder, que también se llaman tótems,
animales compañeros espirituales, y en algunos aspectos también se parecen al
concepto de nahual. En ese taller
hicimos viajes chamánicos -sin ayahuasca, no es necesario- y me encontré con
una tremenda sorpresa.

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