
Joseph tiene poco más de tres años, pero es pequeñito y de cuerpo frágil. Su cara -marcada por costumbre de su etnia- muestra siempre tristeza. Lo conocí en un orfanato en Nigeria, uno de tantos orfanatos repletos de niños y niñas abandonados o huérfanos que tienen la fortuna de tener un techo, un poco de ropa y comida. Muchos no tienen esa suerte, sobreviven solos en la selva, durmiendo al alero de hojas de plátanos. La primera vez que vi a Joseph estaba llorando en una esquina, agachado, casi en posición fetal. Traté de acercarme a él para consolarlo pero no me dejó ni tocarlo. La segunda vez, también lo vi llorando y le pregunté a una niñita por qué lloraba tanto Joseph. Ella, con toda naturalidad, me dijo que porque era nuevo y que había que dejarlo no más. Las cuidadoras no sabían de dónde venía ni cuál era su edad ni su historia. Traté de acercarme a él y tampoco me dejó, pero un rato después pude tomarlo en brazos y hablarle despacito, en castellano no más, total da lo mismo. Joseph no iba a entender mis palabras, sino el cariño. La tercera vez que fui al orfanato, Joseph estaba llorando (como lo hacía casi siempre) pero hubo un cambio en él. En cuanto me vio, vino corriendo hacia mi estirando sus bracitos para que lo tomara. Se acurrucó en mis brazos y se calmó en castellano. Quizás él no se acuerda de mi, quizás esos momentos -instantes mágicos de vínculo entre dos seres humanos que se convierten en madre e hijo- no sean importantes en su vida. Pero yo sí me acuerdo de él, siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario