viernes, 15 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE UNO

 


(Rapanui).

 

Antes de empezar a explicar “Tatuamigos”, debo hacer una advertencia, que probablemente no sea ninguna sorpresa: soy dispersa.  Siempre trato de no serlo, y como no me resulta, cuando escribo termino revisando quinientas veces, corrigiendo, tratando de sintetizar, eliminando desvíos y distracciones de lo que se supone que es el tema. Ese ejercicio me resulta cuando escribo por mi trabajo, pero cuando escribo porque me gusta, me es  imposible.  Quizás eso mismo sea parte de la entretención, tanto de escribir como de leer. Bueno, ahora no me voy a limitar, voy a dejar fluir mi dispersión y punto.

 

Fue en el 2007 que empecé a sentir una fuerte atracción hacia los tatuajes. En esa época mi amiga P. viajaba a Rapanui desde hacía tiempo, quizás un par de años.  Cada dos meses partía para allá y se quedaba dos semanas, por razones de trabajo. En nuestros habituales aquelarres nos contaba historias y anécdotas, y con sus relatos nos transportaba a la isla, a su gente, sus costumbres, su forma de vida, y -por qué no decirlo- sus problemas y vicisitudes.  Los aquelarres con contenido Rapanui fueron muchos, de modo que los viajes mentales a la isla por mi parte fueron ídem.

 

Ese verano, el del 2007, mi amiga arrendó una casa por todo enero y febrero, y el plan era trasladarse con toda la familia. A esas alturas ella ya formaba parte del escenario habitual de Rapanui, todos la conocían.  Me invitó, porque claro, me consideraba parte de la familia.  Apliqué crédito en cuotas, compré pasaje y partí en febrero, premunida de todos los encargos de mi amiga (incluido papel higiénico que estaba escaseando allá).  Mis niños (ya adultos) de vacaciones con su papá. Así, pude vivir una experiencia inolvidable, maravillosa, quedándome allá poco más de dos semanas. La invitación era por más tiempo, pero yo estaba por dar mi examen de grado, se suponía que tenía que vivir enterrada entre códigos y demases, pero la tentación de ir a la isla era demasiado grande. Rechazar la invitación estaba fuera del escenario, así que fui, por menos tiempo, y en marzo me saqué un 4 en el examen de grado.

 

Esa decisión, la de partir a Rapanui estando a punto de dar el examen, más encima endeudarme para comprar el pasaje, está en mi lista de una de las mejores decisiones que he tomado en la vida.

 

Nota al margen: Igual aprobé el examen en marzo, nadie me pregunta qué nota me saqué en el grado, y dudo que por mucho más que hubiera estudiado, pudiera haber tenido un mejor “rendimiento”, por la sencilla razón que estudié derecho con dos niños, el duelo de la muerte de Gaby, trabajando, la mayor parte del tiempo sin una pareja o apoyo, y más encima soy incapaz hasta el día de hoy, de aprenderme de memoria artículos con número y todo. Mi objetivo no eran las tres negritas, era ser abogada. Y lo logré.  (Igual después en la tesis me saqué un 7 y en la práctica también, todo en ese mismo año sumado a la pega y me creo la muerte por ese logro. Claro, ahí no necesitaba saberme cosas de memoria sino investigar, analizar, escribir, y trabajar).

 

Si no hubiera sido por la generosa invitación de mi amiga, jamás hubiera podido ir por tantos días, y menos aún habría podido compartir y conversar con los lugareños, quienes invitaban a mi amiga a sus casas casi todos los días, y yo, por supuesto, iba de apéndice, heredera del cariño que le tenían a mi amiga. Así me tocó ver y escuchar decenas de costumbres, ritos, conocimientos ancestrales, leyendas míticas. Fue como entrar un ratito al mundo de ellos. Una experiencia totalmente distinta y opuesta a un viaje de turismo entero agendado de tures apurados, en los que uno ve todo corriendo y termina no viendo nada, y ni a palos alcanza a conversar con la gente del lugar, que es la parte que más me importa donde sea que vaya.

 

Desvío: Un día fuimos con la familia de Ema T. a la playa, una tarde entera. La playa a la que van los lugareños, no la de los turistas. El marido de Ema, “el pescao” (todos tienen sobrenombres), se metió al agua premunido de un arpón común -no esos de ahora que parecen armamento de guerra- y una malla. Nosotras nos quedamos con los niños en la playa. Ema llevaba de todo, desde pollo hasta ensalada y postre.  Al rato vino corriendo una niñita que estaba con otra familia, y le dice a Ema “Tía, mi mamá dice que le mandes mayonesa si tienes” o algo así. Y sí, Ema tenía mayonesa y se la entregó a la niña. Pasaron horas y el “pescao” no aparecía por ninguna parte, seguía en el mar. Yo como buena Conti neurótica, pensando que estaba “desaparecido en acción” en el fondo de esas aguas, pregunté, y Ema relajadísima me dice “no pasa nada, está pescando”. Efectivamente al rato el pescao salió del agua y parecía una escena de película: venía con la malla llena de pescaos, regaló varios, y esa noche los comimos asados en su casa.  Allá todos se conocen, o son parientes, se ayudan, viven en comunidad. Por supuesto que tienen conflictos, pero la vida comunitaria, la confianza entre ellos, su generosidad, realmente me impresionaron. Quizás por eso la palabra iorana significa hola y adiós. ¡Pasan todo el día saludándose! Es realmente hermoso, una especie de continuo en el que no existe un adiós total.

 

PD: En la noche, mientras hacía el asado, el pescao me pidió que hiciera algo, no me acuerdo qué, pero implicaba cortar alguna verdura, cosa para la que soy entera inútil y le dije que no sabía cómo hacerlo. Entonces me dice, riéndose a gritos: “¡Tú eres la que no sabe cocinar! ¡Siempre pensé que eso era una broma!”.

 

Estando en Rapanui, entre tantas otras cosas, me fijé en los tatuajes. De hecho, me enamoré de ellos. Me di cuenta de que formaban parte, históricamente, de su sentido de identidad. Supongo que esta costumbre se estaba recuperando, mucho tiempo después de los esfuerzos de gente “civilizada” -particularmente misioneros- que los veía como “salvajes” hace tan sólo un par de siglos atrás. Los que se auto adjudicaron la misión de imponer una única verdad, lograron erradicar durante mucho tiempo, prácticas ancestrales que tenían un profundo sentido espiritual, bajo el precepto de que los tatuajes eran un exceso de culto al cuerpo y que presentaban un aspecto “grotesco y horrendo a los ojos de los navegantes extranjeros”.

 

De hecho, la palabra “tatoo” es una deformación del vocablo polinésico Tatau, cuyo significado preciso ignoro, pero sé que se relaciona con la técnica para realizar los tatuajes, golpeando de forma repetida y rítmica la piel, a fin de introducir color, lo que era extremadamente doloroso. Todo esto de la historia de los tatuajes -no sólo en Rapanui- lo he ido descubriendo después. De hecho, acabo de ver que en Rapanui hay ocho vocablos para referirse a tatuaje, dependiendo del lugar del cuerpo en que se ubiquen. “Tatuaje”, en general, es “tatū.

 

Realmente me enamoré de los tatuajes. Pensé en hacerme uno sin que en ese momento se me ocurriera que al hacerlo sin conocer el sentido profundo que tenían, podría estar aportando justamente a la idea que sería sólo por vanidad. Quería traerme de vuelta, para siempre, algo de la isla.  Vi distintos diseños, bellísimos a mis ojos. Claramente no soy una navegante del siglo XVIII y no conocí al capitán James Cook ni al cura Sebastián Englert. Me parecieron hermosos y punto.

 

A pesar del amor a primera vista y de los diseños maravillosos que me atraían como un imán gigante siendo yo una aguja, no me hice ningún tatuaje en ese momento. Me ganó el miedo. Miedo al dolor, a alguna infección o peor, un shock anafiláctico (ya llevaba 3 o 4), a ser juzgada por los demás en mi entorno, miedo a que me discriminaran. Soñaba con ser abogada, y en esa época incluso en la universidad, el tema de la apariencia física era duro. Los hombres debían tener el pelo corto, siempre chaqueta y corbata, las mujeres faldas no muy cortas, etc. Una abogada tatuada era muerte segura en el ejercicio de la profesión.  Tenía también, miedo a hacerme algo en el cuerpo que queda para siempre y después que no me gustara o arrepentirme. En esa época, más que ahora, un tatuaje no tenía vuelta atrás.

 

El miedo fue más poderoso que el amor a primera vista, así que esa vez, ganó mi batalla interior.

 

Poco tiempo después, en el 2009, con Carlos fuimos a Nigeria y estuvimos varios meses allá. Hay chorrocientas entradas de blog respecto de esa tremenda experiencia, así que trataré de centrarme sólo en los tatuajes.

 

Estando allá, nuevamente sentí un ascensor en el alma al ver los tatuajes, específicamente los de la tribu Fulani. El ascensor subía y bajaba, entre admiración por la belleza y el significado, y sentir que, en mi cultura no hay una tribu, ni el orgullo de mostrar que se pertenece a una. Porque eso es lo que significan los tatuajes para ellos.

 

Durante los primeros meses fui Capitana Cook, monja, bruta, invasora, etnocéntrica y lo que es peor, ni siquiera me lo cuestioné. Sin darme cuenta, de alguna manera juzgaba a los nigerianos desde mi cultura, en vez de tratar de comprender la de ellos, de empaparme en el mar de su historia, del alma de ellos. En esa época, yo no sabía que los tatuajes, como concepto, no son sólo los que todos conocemos, dibujos hechos con tinta o alguna técnica ancestral con hollín, etc. En términos amplios, los tatuajes son marcas en el cuerpo, por lo que las marcas de las distintas etnias (los Hausa, los Igbo, los Yoruba y muchas más) hechas mediante cortes en la piel, a fin de que queden cicatrices, son también tatuajes desde el punto de vista del sentido que tienen para ellos. Son marcas.  Identidad.

 

Lo que mis ojos del alma vieron, fue nuevamente la belleza de los tatuajes hechos con tinta, pero al mismo tiempo, me pareció horroroso, inaceptable, contrario a derechos humanos, que se le hicieran marcas en la piel a los niños y a las niñas. Recuerdo particularmente a un niño Hausa, con sus típicas cicatrices, una línea vertical en cada mejilla. Pregunté por qué las hacían, pensando en que era una práctica que atentaba contra la integridad física de los niños, y la respuesta fue “Porque somos Hausa”. Luego pregunté cómo las hacían, y me explicaron que a los pocos meses de vida les hacen los cortes, luego introducen una ramita en la herida durante varios días, para que no cicatrice y quede una marca notoria, ancha. Demoré meses en cambiar el chip, me tuve que reformatear y meter la pata un montón de veces, antes de darme cuenta de que a mí me hicieron hoyos en las orejas por ningún sentido de identidad, recién nacida, los hoyos quedaron para siempre y nadie lo cuestiona.

 

En fin, aluciné los tatuajes con tinta de los Fulani, sobre todo las mujeres, pero aparte de admirar su belleza y re conectarme con el tema de los tatuajes, definitivamente no eran para mí, porque no soy Fulani y sería un tremendo sacrilegio “copiar” un símbolo que está destinado a que puedan reconocerse entre ellos, en un país inventado a la fuerza en el que conviven muchos grupos étnicos diferentes, en el que se hablan más de 50 idiomas y 250 dialectos y desde tiempos inmemoriales necesitaron marcar sus cuerpos con pintura y tatuajes para poder encontrarse, reconocerse, cuidarse entre ellos.

 


(mujer Fulani).

Esos dos amores -Rapanui y Nigeria- junto con las ganas de hacerme un tatuaje, quedaron rondando medio escondidas durante años, hasta el 2017. Ese año me pusieron una prótesis de cadera, y obviamente quedé con una cicatriz notoria. Como sólo se puede ver por los demás si estoy en traje de baño, el miedo a la discriminación en la pega estaba descartado. En ese momento decidí que algún día me iba a hacer un tatuaje con la excusa de tapar la cicatriz, y como es ancha y mide como 10 cm. de largo, estaba cantado que la cicatriz se convirtiera en el tronco de un árbol. El árbol de la vida. Claro que como no se pueden hacer tatuajes sobre una cicatriz reciente, hay que esperar un par de años. El único miedo que me quedaba por vencer era el de sufrir un shock anafiláctico, pero la decisión de hacerme ese tatuaje estaba tomada, era cuestión de investigar y esperar.

 

Me lo hice -con tintas naturales- el año pasado, pero no fue mi primer tatuaje y entremedio, ocurrieron muchas situaciones que me llevaron a un camino distinto al que tenía planificado. Así es la vida.

 


Mi amigo árbol de la vida, que fue el primero decidido pero no el primero hecho.

Continuará...


Atte., Aweli Vintage. 

 


 

 

 

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