(Rapanui).
Antes de empezar a explicar “Tatuamigos”,
debo hacer una advertencia, que probablemente no sea ninguna sorpresa: soy
dispersa. Siempre trato de no serlo, y
como no me resulta, cuando escribo termino revisando quinientas veces,
corrigiendo, tratando de sintetizar, eliminando desvíos y distracciones de lo
que se supone que es el tema. Ese ejercicio me resulta cuando escribo por mi
trabajo, pero cuando escribo porque me gusta, me es imposible. Quizás eso mismo sea parte de la entretención,
tanto de escribir como de leer. Bueno, ahora no me voy a limitar, voy a dejar
fluir mi dispersión y punto.
Fue en el 2007 que empecé a
sentir una fuerte atracción hacia los tatuajes. En esa época mi amiga P.
viajaba a Rapanui desde hacía tiempo, quizás un par de años. Cada dos meses partía para allá y se quedaba dos
semanas, por razones de trabajo. En nuestros habituales aquelarres nos contaba
historias y anécdotas, y con sus relatos nos transportaba a la isla, a su
gente, sus costumbres, su forma de vida, y -por qué no decirlo- sus problemas y
vicisitudes. Los aquelarres con
contenido Rapanui fueron muchos, de modo que los viajes mentales a la isla por
mi parte fueron ídem.
Ese verano, el del 2007, mi
amiga arrendó una casa por todo enero y febrero, y el plan era trasladarse con
toda la familia. A esas alturas ella ya formaba parte del escenario habitual de
Rapanui, todos la conocían. Me invitó, porque
claro, me consideraba parte de la familia.
Apliqué crédito en cuotas, compré pasaje y partí en febrero, premunida
de todos los encargos de mi amiga (incluido papel higiénico que estaba
escaseando allá). Mis niños (ya adultos)
de vacaciones con su papá. Así, pude vivir una experiencia inolvidable,
maravillosa, quedándome allá poco más de dos semanas. La invitación era por más
tiempo, pero yo estaba por dar mi examen de grado, se suponía que tenía que vivir
enterrada entre códigos y demases, pero la tentación de ir a la isla era
demasiado grande. Rechazar la invitación estaba fuera del escenario, así que
fui, por menos tiempo, y en marzo me saqué un 4 en el examen de grado.
Esa decisión, la de partir a
Rapanui estando a punto de dar el examen, más encima endeudarme para comprar el
pasaje, está en mi lista de una de las mejores decisiones que he tomado en la
vida.
Nota al margen: Igual aprobé
el examen en marzo, nadie me pregunta qué nota me saqué en el grado, y dudo que
por mucho más que hubiera estudiado, pudiera haber tenido un mejor “rendimiento”,
por la sencilla razón que estudié derecho con dos niños, el duelo de la muerte
de Gaby, trabajando, la mayor parte del tiempo sin una pareja o apoyo, y más
encima soy incapaz hasta el día de hoy, de aprenderme de memoria artículos con
número y todo. Mi objetivo no eran las tres negritas, era ser abogada. Y lo
logré. (Igual después en la tesis me
saqué un 7 y en la práctica también, todo en ese mismo año sumado a la pega y
me creo la muerte por ese logro. Claro, ahí no necesitaba saberme cosas de
memoria sino investigar, analizar, escribir, y trabajar).
Si no hubiera sido por la
generosa invitación de mi amiga, jamás hubiera podido ir por tantos días, y
menos aún habría podido compartir y conversar con los lugareños, quienes
invitaban a mi amiga a sus casas casi todos los días, y yo, por supuesto, iba
de apéndice, heredera del cariño que le tenían a mi amiga. Así me tocó ver y
escuchar decenas de costumbres, ritos, conocimientos ancestrales, leyendas
míticas. Fue como entrar un ratito al mundo de ellos. Una experiencia totalmente
distinta y opuesta a un viaje de turismo entero agendado de tures apurados, en
los que uno ve todo corriendo y termina no viendo nada, y ni a palos alcanza a
conversar con la gente del lugar, que es la parte que más me importa donde sea que
vaya.
Desvío: Un día fuimos con la
familia de Ema T. a la playa, una tarde entera. La playa a la que van los
lugareños, no la de los turistas. El marido de Ema, “el pescao” (todos tienen
sobrenombres), se metió al agua premunido de un arpón común -no esos de ahora
que parecen armamento de guerra- y una malla. Nosotras nos quedamos con los
niños en la playa. Ema llevaba de todo, desde pollo hasta ensalada y postre. Al rato vino corriendo una niñita que estaba
con otra familia, y le dice a Ema “Tía, mi mamá dice que le mandes mayonesa si
tienes” o algo así. Y sí, Ema tenía mayonesa y se la entregó a la niña. Pasaron
horas y el “pescao” no aparecía por ninguna parte, seguía en el mar. Yo como
buena Conti neurótica, pensando que estaba “desaparecido en acción” en el fondo
de esas aguas, pregunté, y Ema relajadísima me dice “no pasa nada, está pescando”.
Efectivamente al rato el pescao salió del agua y parecía una escena de película:
venía con la malla llena de pescaos, regaló varios, y esa noche los comimos
asados en su casa. Allá todos se conocen,
o son parientes, se ayudan, viven en comunidad. Por supuesto que tienen
conflictos, pero la vida comunitaria, la confianza entre ellos, su generosidad,
realmente me impresionaron. Quizás por eso la palabra iorana significa hola y
adiós. ¡Pasan todo el día saludándose! Es realmente hermoso, una especie de continuo
en el que no existe un adiós total.
PD: En la noche, mientras
hacía el asado, el pescao me pidió que hiciera algo, no me acuerdo qué, pero
implicaba cortar alguna verdura, cosa para la que soy entera inútil y le dije
que no sabía cómo hacerlo. Entonces me dice, riéndose a gritos: “¡Tú eres la que
no sabe cocinar! ¡Siempre pensé que eso era una broma!”.
Estando en Rapanui, entre tantas
otras cosas, me fijé en los tatuajes. De hecho, me enamoré de ellos. Me di
cuenta de que formaban parte, históricamente, de su sentido de identidad. Supongo
que esta costumbre se estaba recuperando, mucho tiempo después de los esfuerzos
de gente “civilizada” -particularmente misioneros- que los veía como “salvajes”
hace tan sólo un par de siglos atrás. Los que se auto adjudicaron la misión de imponer
una única verdad, lograron erradicar durante mucho tiempo, prácticas ancestrales
que tenían un profundo sentido espiritual, bajo el precepto de que los tatuajes
eran un exceso de culto al cuerpo y que presentaban un aspecto “grotesco y
horrendo a los ojos de los navegantes extranjeros”.
De hecho, la palabra “tatoo”
es una deformación del vocablo polinésico Tatau, cuyo significado preciso
ignoro, pero sé que se relaciona con la técnica para realizar los tatuajes, golpeando
de forma repetida y rítmica la piel, a fin de introducir color, lo que era
extremadamente doloroso. Todo esto de la historia de los tatuajes -no sólo en
Rapanui- lo he ido descubriendo después. De hecho, acabo de ver que en Rapanui
hay ocho vocablos para referirse a tatuaje, dependiendo del lugar del cuerpo en
que se ubiquen. “Tatuaje”, en general, es “tatū”.
Realmente me enamoré de los
tatuajes. Pensé en hacerme uno sin que en ese momento se me ocurriera que al
hacerlo sin conocer el sentido profundo que tenían, podría estar aportando justamente
a la idea que sería sólo por vanidad. Quería traerme de vuelta, para siempre, algo
de la isla. Vi distintos diseños, bellísimos
a mis ojos. Claramente no soy una navegante del siglo XVIII y no conocí al
capitán James Cook ni al cura Sebastián Englert. Me parecieron hermosos y
punto.
A pesar del amor a primera
vista y de los diseños maravillosos que me atraían como un imán gigante siendo
yo una aguja, no me hice ningún tatuaje en ese momento. Me ganó el miedo. Miedo
al dolor, a alguna infección o peor, un shock anafiláctico (ya llevaba 3 o 4), a
ser juzgada por los demás en mi entorno, miedo a que me discriminaran. Soñaba
con ser abogada, y en esa época incluso en la universidad, el tema de la apariencia
física era duro. Los hombres debían tener el pelo corto, siempre chaqueta y
corbata, las mujeres faldas no muy cortas, etc. Una abogada tatuada era muerte
segura en el ejercicio de la profesión. Tenía
también, miedo a hacerme algo en el cuerpo que queda para siempre y después que
no me gustara o arrepentirme. En esa época, más que ahora, un tatuaje no tenía
vuelta atrás.
El miedo fue más poderoso
que el amor a primera vista, así que esa vez, ganó mi batalla interior.
Poco tiempo después, en el
2009, con Carlos fuimos a Nigeria y estuvimos varios meses allá. Hay chorrocientas
entradas de blog respecto de esa tremenda experiencia, así que trataré de centrarme
sólo en los tatuajes.
Estando allá, nuevamente
sentí un ascensor en el alma al ver los tatuajes, específicamente los de la
tribu Fulani. El ascensor subía y bajaba, entre admiración por la belleza y el
significado, y sentir que, en mi cultura no hay una tribu, ni el orgullo de
mostrar que se pertenece a una. Porque eso es lo que significan los tatuajes
para ellos.
Durante los primeros meses
fui Capitana Cook, monja, bruta, invasora, etnocéntrica y lo que es peor, ni
siquiera me lo cuestioné. Sin darme cuenta, de alguna manera juzgaba a los nigerianos
desde mi cultura, en vez de tratar de comprender la de ellos, de empaparme en
el mar de su historia, del alma de ellos. En esa época, yo no sabía que los tatuajes,
como concepto, no son sólo los que todos conocemos, dibujos hechos con tinta o
alguna técnica ancestral con hollín, etc. En términos amplios, los tatuajes son
marcas en el cuerpo, por lo que las marcas de las distintas etnias (los Hausa, los
Igbo, los Yoruba y muchas más) hechas mediante cortes en la piel, a fin de que
queden cicatrices, son también tatuajes desde el punto de vista del sentido que
tienen para ellos. Son marcas. Identidad.
Lo que mis ojos del alma vieron,
fue nuevamente la belleza de los tatuajes hechos con tinta, pero al mismo
tiempo, me pareció horroroso, inaceptable, contrario a derechos humanos, que se
le hicieran marcas en la piel a los niños y a las niñas. Recuerdo
particularmente a un niño Hausa, con sus típicas cicatrices, una línea vertical
en cada mejilla. Pregunté por qué las hacían, pensando en que era una práctica
que atentaba contra la integridad física de los niños, y la respuesta fue “Porque
somos Hausa”. Luego pregunté cómo las hacían, y me explicaron que a los pocos
meses de vida les hacen los cortes, luego introducen una ramita en la herida durante
varios días, para que no cicatrice y quede una marca notoria, ancha. Demoré
meses en cambiar el chip, me tuve que reformatear y meter la pata un montón de
veces, antes de darme cuenta de que a mí me hicieron hoyos en las orejas por
ningún sentido de identidad, recién nacida, los hoyos quedaron para siempre y
nadie lo cuestiona.
En fin, aluciné los tatuajes
con tinta de los Fulani, sobre todo las mujeres, pero aparte de admirar su
belleza y re conectarme con el tema de los tatuajes, definitivamente no eran
para mí, porque no soy Fulani y sería un tremendo sacrilegio “copiar” un
símbolo que está destinado a que puedan reconocerse entre ellos, en un país
inventado a la fuerza en el que conviven muchos grupos étnicos diferentes, en
el que se hablan más de 50 idiomas y 250 dialectos y desde tiempos inmemoriales
necesitaron marcar sus cuerpos con pintura y tatuajes para poder encontrarse,
reconocerse, cuidarse entre ellos.
Esos dos amores -Rapanui
y Nigeria- junto con las ganas de hacerme un tatuaje, quedaron rondando medio
escondidas durante años, hasta el 2017. Ese año me pusieron una prótesis de
cadera, y obviamente quedé con una cicatriz notoria. Como sólo se puede ver por
los demás si estoy en traje de baño, el miedo a la discriminación en la pega
estaba descartado. En ese momento decidí que algún día me iba a hacer un
tatuaje con la excusa de tapar la cicatriz, y como es ancha y mide como 10 cm. de
largo, estaba cantado que la cicatriz se convirtiera en el tronco de un árbol.
El árbol de la vida. Claro que como no se pueden hacer tatuajes sobre una
cicatriz reciente, hay que esperar un par de años. El único miedo que me
quedaba por vencer era el de sufrir un shock anafiláctico, pero la decisión de
hacerme ese tatuaje estaba tomada, era cuestión de investigar y esperar.
Me lo hice -con tintas naturales- el año pasado, pero no fue mi primer tatuaje y entremedio, ocurrieron muchas
situaciones que me llevaron a un camino distinto al que tenía planificado. Así
es la vida.
Continuará...
Atte., Aweli Vintage.


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