domingo, 15 de mayo de 2022

EN ESTADO DE ALERTA PERMANENTE (ENTRADA IMPORTANTE Y NO TAN FOME COMO PARECE)

 

 


Antes del 21 de abril de este año, estaba feliz escribiendo los capítulos del blog sobre los “tatuamigos”. De hecho, ese día tempranito en la mañana, publiqué el tercer capítulo, y el cuarto lo tenía entero escrito en mi cabeza. Pero fui al dentista al rato después, y la vida dio un giro de 180 grados que me obligó a dejar en sala de espera a los tatuamigos y mucho más, porque quedé obligada éticamente a hacerme cargo de un tema de salud pública a raíz de lo que ocurrió.

 

Desde que tengo memoria, me han pasado cosas que tienen pocas probabilidades de ocurrir. Cualquier cosa que tenga entre 0,1% y 10% de probabilidades, me ocurre. Durante años me sentí igualita al personaje “Mala Suerte” de los Picapiedras, era como su anduviera con una nube propia encima de la cabeza, que siempre me acompañaba.

 


Así, si existe una enfermedad poco probable, como por ejemplo sufrir un feocromocitoma, aumenta la presión arterial en términos tales q uno puede morir por un hemorragia cerebral.   Me ocurrió y quedé con una sola glándula suprarrenal. El feocromocitoma  afecta  entre 1  dos entre cada 10.000 habitantes, o sea tiene entre 0,0001 y 0,0002 % de probabilidades de ocurirr. En estictro rigor simplemente CERO POSIBILIADES, pero me dio y quedé con una sola glándula , única posibilidad de no morir por hipotensión.  Años más tarde, Síndrome de Wartenberg y terminé operada del brazo, etc. La lista es larga.  La misma cuestión con el tema de los efectos adversos. Cuando un medicamento tiene efectos adversos poco probables, de esos que están en letra chica imposible de leer, es fijo que uno de esos efectos  me ocurre.

 

Entonces, cuando a uno le pasa a cada rato algo que tenía 0,1% ( términos redondos)de probabilidades de ocurrir, ese porcentaje automáticamente pasa al 100% en la vida de uno. Por eso me cargan las probabilidades y las estadísticas.


 Ahora último he descubierto que las cosas raras también me pasan para bien. El mejor ejemplo de eso fue conocer a Carlos y rehacer mi vida con él. Claro, lo conocí a los 47 años, y a esa edad siendo mujer, es poco probable volver a casarse. Pero ocurrió hace 13 años, y aquí estamos, juntos.

 

También es poco probable que en Nigeria a alguien se le ocurra contratar a un economista chileno que vaya a hacer un proyecto que dure varios meses, y que de pasadita una abogada chilena termine haciendo voluntariados con ONG´s, pero ocurrió y las vivencias allá durante ese tiempo quedaron integradas en el alma para siempre, literalmente obligando a un cambio profundo en la manera de ver muchas cosas (hay varios capítulos de blog sobre Nigeria). Así, el tema de las pocas probabilidades convertidas en 100% me persigue como el correcaminos, pero no es bueno ni malo. Simplemente ocurre.

 

Ustedes, estimados lectores, de todos los géneros, no se imaginan lo que significa vivir con alergia al polietilenglicol, alias PEG, alias macrogol. Alergia tan poco probable que si lo googlean no van a encontrar la estadística. Sólo ahora último, debido a personas que han fallecido por la vacuna Pfizer, el tema del PEG ha salido a la palestra.  


Seguramente han visto en alguna película, escenas en las que alguien sufre una picadura de abeja, se pone entero rojo, se asfixia y se muere. Aunque claro, en las películas casi siempre salvan al personaje en el último minuto, pero igual queda claro que se podría haber muerto ahí mismo. Bueno, esa cuestión se llama shock anafiláctico. Una alergia apocalíptica.

 

Parece que las alergias son una respuesta del sistema inmune que por alguna razón que nadie sabe, decide no reconocer algo que entra en contacto con el cuerpo, y se pone a trabajar como energúmeno para eliminar al enemigo imaginario, provocando un montón de síntomas.

 

Muchas personas sufren alergia. Al gluten, al polen durante la primavera, al maní, etc. Salen ronchas, la piel pica, te corren los mocos, o da colitis, y son alergias que se pueden diagnosticar más o menos rápido y tienen tratamiento.

 

La alergia al PEG, al menos en mi experiencia, es algo completamente distinto.

 

A lo largo de más o menos 30 años (por lo que puedo recordar), he sufrido ocho shocks anafilácticos. Hasta el 21 de abril recién pasado, ocho veces de un momento a otro me he puesto roja, empiezo a sentir algo raro en la garganta, como si tuviera un pelo o una pelusa que no puedo escupir ni tragar, me cambia la voz, y el “pelo” rápidamente empieza a crecer. Se convierte en una lenteja, un garbanzo, un poroto y claramente se siente que la cuestión no va a dejar de crecer y uno se va a morir ahí mismo asfixiada. Es una experiencia que no le deseo a nadie, ni siquiera a la persona que más daño me causó en la vida (obviamente el tío que abusó de mi siendo niña).

 

La séptima vez que me pasó, pensé que me había gastado las vidas de un gato, aunque eso depende del lugar donde uno esté. En Chile los gatos tienen siete vidas, pero donde crecí, tienen nueve. Igual tenía claro el peligro de los shocks anafilácticos y qué era lo que los causaba era una especie de misterio. Mi lista de distintas cosas a las que era alérgica era demasiado larga, y tenía terror de que nuevamente me pasara.

 

El 21 de abril fue la novena, y sólo gracias a que reconocí los síntomas al toque, tenía antihistamínicos en la cartera y me los tragué altiro, no llegué al shock pero igual terminé en el servicio de urgencias, después más de una semana con tratamiento, y claro, como cada vez que pasa uno siente que se va a morir, ahora estoy con estrés postraumático. Psiquiatra, psicólogo, medicamentos, etc.  No solamente por la reacción anafiláctica, sino por la forma en que ocurrió. Fue por pura negligencia, por decir lo menos. Y no mía.

 

De ahí viene el título del blog: vivir en estado de alerta permanente.

 

Pero vamos por partes. La primera vez que me pasó debo haber tenido poco más de 30 años. Me dolió la cabeza durante varios días, fui al médico, me pidió un “scanner con contraste” y me lo hicieron. Al rato después, cuando ya me había ido de la clínica, figuraba toda entera roja, y la sensación de tener un pelo en la garganta que ingenuamente traté de tragar o escupir varias veces. El “pelo” empezó a crecer y un compañero de la pega me llevó a la misma clínica a pesar de que había otras más cercanas porque claro, yo juraba de guata que como ellos hicieron el scanner sabrían lo que me estaba pasando. Lo primero que me preguntaron en el servicio de urgencias fue “¿Qué le pusieron?”. Yo asfixiándome, no podía creer que no supieran, si en la misma clínica me habían hecho el scanner, pero, en fin, era un “medio de contraste yodado”. Vamos inyectando epinefrina y corticoides, una cuestión que se llamaba “rapilento”. Al ratito ya no tenía el poroto burro en la garganta, me sentía bien, y me mandaron fletada de vuelta para la casa.

 

Unas horas después, volvió a aparecer el pelo, la lenteja, partí corriendo al servicio de urgencias de la misma clínica, de nuevo el “rapilento”, de nuevo para la casa.

 

Horas después, la misma cuestión. Ahí sí que me dejaron internada, con corticoides y demases a la vena, hasta que por fin se terminó el “evento”. Quedé rotulada como alérgica al yodo, porque claro, era medio de contraste yodado.

 

Los corticoides (el famoso “rapilento” y otros que me inyectaron), que se usan para el tratamiento de un shock anafiláctico  y salvarle la vida a uno, tienen un efecto adverso poco probable (creo que 6%) : sufrir una alteración anímica llamada manía. En palabras simples, convertirse en un ser humano imparable, demencialmente acelerada, y eso requiere tratamiento psiquiátrico altiro y durante un buen tiempo, hasta que uno se normaliza.

 

Bueno, adivinen qué me pasó. Después de salir de la internación en la clínica quedé un mes convertida en un mono con navaja. En esa época, nadie me dijo que era un efecto adverso de los corticoides, no tuve tratamiento, y pasé ese tiempo durmiendo con suerte 4 horas al día, imparable. Hasta que se me quitó y volví a mi normalidad.

 

Pasé más 20 años privada del placer de comer choritos, porque creía que era alérgica al yodo, pero recién al séptimo shock, descubrí solita que nunca fue esa la alergia. Ahora sí, como choritos feliz.

 

Después de ese primer shock hace 30 años, tuve uno con dipirona que me pusieron a la vena en una clínica, otro con anestesia que me puso un dentista, y así, fui sumando cosas a la listade alergias:  yodo, dipirona, lidocaína. Todas las veces el tratamiento fue con corticoides, y todas las veces sufrí manía.

 

Entremedio, y desde mucho antes, me daban depresiones. Claro, la muerte de mi hija en 1991, y los efectos del abuso sexual reiterado que sufrí de niña, me llevaban a sufrir depresiones. Graves. Una tras otra. Como entremedio me daban también manías, me diagnosticaron con trastorno bipolar. Más de 20 años con diagnóstico y tratamiento por trastorno bipolar, lo que incluyó durante años el litio como tratamiento.

 

No recuerdo el año, pero quizás hará unos 15, fui a gastroenterólogo porque sufría diarreas. Me pidió una colonoscopía. Menos mal que el médico tratante conocía los antecedentes de varios shocks anafilácticos y ordenó que me hospitalizara la noche anterior como precaución. Para hacer la colonoscopía hay que tomar litros de polietilenglicol. Estaba en eso, tragando esa cosa asquerosa, no sé cuántos litros llevaba y de repente me convertí en una jaiva, entera roja, asfixiándome. Esa vez fue la peor de todas, terminé mirando el carro de paro cardio respiratorio. De nuevo, corticoides a la vena, de nuevo, demente después.

 

Así, mi lista quedó en alergia al yodo, a la dipirona, a la lidocaína, al polietilenglicol. Especialista inmunóloga me decía que era imposible que fuera alérgica a tantas moléculas distintas, y más encima mis shocks eran raros: en vez de bajar la presión arterial, me subía. Me hicieron pruebas de alergia a distintas cosas, y los resultados eran negativos. No me hicieron prueba de alergia al PEG.

 

Creo que el siguiente shock fue con la vacuna contra el tétanos, esa vez que mi Titán quiso perseguir un gato y terminé con un ojo azotado contra una cerámica. ( https://solangeabogada.blogspot.com/2021/03/segundo-homenaje-titan.html ).

 

Así, hace unos tres o cuatro años, llegué al séptimo shock. Todos fueron en el contexto de atenciones médicas u odontológicas. Cada vez el servicio de urgencias corría, yo me asfixiaba, la presión arterial en las nubes, y entre suero, mascarilla con oxígeno, etc., a veces Carlos conmigo, a veces sola, yo urgida tratando de avisar hasta las claves del banco, pensando en que me moría ahí mismo.

 

Claro, uno puede pensar que no pasó nada, porque me salvaron. Es cierto, no me morí. Pero la experiencia de tener la vida colgando de un hilo, en un instante, cuando no me expuse a un riesgo, no ando en moto rajada por las calles, sino que estoy haciendo un procedimiento de diagnóstico de algo, o tratamiento dental, etc., es muy violenta y -por cierto- traumática.

 

 

La lista de siete cosas distintas a las que se suponía era alérgica era incomprensible, un misterio. Como me trataron con corticoides, de nuevo una manía. A esas alturas Angélica, mi psiki de hace más de 20 años (¡la amo!), ya había cachado que los corticoides me provocaban esta cuestión y me recetaba un antídoto que me deja aweoná, pero no loca.  De todos modos, estaba acelerada en pensamiento, o sea lenta y torpe físicamente, pero pensando en modo veloz.

 

(Entretanto, Angélica me cambió el diagnóstico. No tengo trastorno bipolar, pero si usan corticoides conmigo, hay que tomar medidas altiro. Hace años que no me deprimo. Las depresiones eran todas por la muerte de mi Gaby y por trauma de abuso sexual infantil. A veces me acelero, pero siempre es cuando mi cerebro registra alerta de peligro y mi única glándula suprarrenal responde fabricando toneladas de adrenalina. Eso es parte también del estrés postraumático).

 

En ese estado, torpe y acelerada a la vez,  tomé una decisión: ¡voy a descubrir qué chucha es lo que me pasa!

 

Apliqué Google, empecé a buscar uno por uno todos los “ingredientes” de todas las cosas que me dieron shock, y descubrí que tenían un EXCIPIENTE en común: el maldito PEG. Perdón por los garabatos, pero de verdad, es super frustrante, angustiante, y da mucha rabia, descubrir que algo que me perseguía y que ponía en riesgo mi vida a cada rato, estaba disponible como dato desde el principio, pero supongo que como son distintas atenciones y eventos en distintas clínicas, además de ser tan improbable que en esa época ni aparecía en Google, a ningún médico se le ocurrió que mi alergia no era al componente principal, sino a uno de los excipientes.

 

Le achunté. Una sola alergia, no 7 distintas. Alergia al PEG. Desde que lo descubrí, y caché que el PEG es un excipiente común en medicamentos, etc., siempre aviso. Hasta tengo una pulsera con la alerta por si me pasa algo y estoy inconsciente, para que médicos puedan verla.  A la pasada descubrí que el PEG también está en la mayoría de los champús, los bálsamos, cremas, cosas en formato gel, y claro, me la pasaba con picazón y granos en la cabeza, pero dentro del contexto de los shocks y otras cosas, mi limitaba a rascarme no más.  Desde que descubrí lo del PEG logré ubicar champús, jabones, pasta de dientes y demases sin PEG y se terminaron las picazones.

 



 

Creo que vale la pena en este punto, citar a un médico que me acompaña desde hace poco más de dos años, y que se auto adjudicó el rol de médico guardián.

En una entrada anterior ( https://solangeabogada.blogspot.com/2021/05/secuela-esto-no-ha-terminado-la.html ), escribió, en mayo de 2021, lo siguiente:

 

“Ante todo, en mi condición de "Medico Guardian", debo aclarar que dicho rol es una relación "simbiótica", donde existe un rol custodio mutuo con Solange (quien es a su vez, mi "Abogado Guardian").
En respecto al "sistema inmune de Solange", debo decir que es un caso de "Dr Jekyll y Mr Hyde" donde una paciente templada, reflexiva y básicamente "resistente a todo lo conocido", tiene por contraparte un sistema inmune iracundo, irreflexivo y temperamental... (Si no fuera porque estoy medicamente convencido de que Solange es "indestructible", mi indicación sería "vivir en una burbuja plástica" como John Travolta en la pelicula del niño burbuja)....
Me parece un caso digno de publicación en un journal cientifico, como su sistema inmune, en una actitud profundamente millenial (Siendo que Solange en rigor sería "Boomer") ya ha intentado aniquilarla 7 veces!!...(sin exito afortunadamente).
En fin..., fiel a mi rol de "guardian", mantengo un nutrido Stock de epinefrina y le he dado la indicación perentoria de que "no puede exponerse a alergeno alguno sin mi presencia a menos de 1.5 metros y con una jeringa con epinefrina cargada en mi bolsillo" (especialmente ahora que hay una suerte de escasez nacional de epinefrina....*grito interno de pánico*).”

 

Agosto de 2021. Octavo shock. Biopsia de una pechuga. Usaron una cuestión que se llama etilenglicol para preservar los pedazos que me sacaron. De nuevo, código azul, urgencias, mascarilla con oxígeno, salbutamol para poder respirar, hipertensión arterial, etc.  Según doc Valentina que me atendió, estuve en las puertas de la muerte.

https://solangeabogada.blogspot.com/2022/04/tatuamigos-parte-tres-encuentro-con.html ).

 

21 de abril de 2022. Llevaba varias sesiones de periodoncia con odontólogo especialista, en una clínica que ofrece garantías de seguridad y todas las wevadas que hacen que parezca seria. Obviamente desde el principio, avisé que soy alérgica al PEG. No puedo usar alcohol gel, por favor si se lavaron las manos con alcohol gel no me toquen, usar guantes, porfa, no me pongas anestesia en formato gel, ten cuidado, y así, suma y sigue, advertí decenas de veces. Incluso me banqué casi todas las atenciones sin anestesia, a punta de escuchar mi playlist favorita en Spotify. Highway to Hell, vamos metiendo cuestiones, We Will Rock You, vamos raspando dientes, etc. Tengo facilidad para irme a otra parte en mi mente y así, tolerar e incluso no sentir dolor. Lo importante era evitar usar productos con PEG.

 

Cuarta y última sesión ese día. “Te voy a pulir los dientes”, y caché que el odontólogo tenía un envase de algo en la mano. Nunca en la vida nadie me había pulido los dientes, y de verdad podría pasarme el resto de lo que queda sin el pulimiento, pero era la fase final del tratamiento. Le pedí que revisara la “pasta”, y se produce más o menos literal, según mis recuerdos, el siguiente diálogo:

-          “Mira por favor bien, revisa que no tenga PEG porque sé que muchas cosas tienen. Acuérdate que soy alérgica”. (Yo acostada en el sillón, literalmente boquiabierta).

-          “No dice PEG”

-          “¿Dice polietilenglicol?”

-          “No, no dice polietilenglicol”

-          “¿Macrogol?”

-          “No, no tiene macrogol”.

 

Así, por primera y probablemente última vez en la vida, me pulieron los dientes con una “pasta profiláctica con flúor sabor menta”.

 

Salí de ahí, pagué la cuenta, pasé al super a comprar un par de lechugas, me subí a mi auto y sentí el maldito pelo en la garganta. Estaba sola. Me miré al espejo, cuello rojo.

Cuento corto, gracias a que vivo en estado de alerta permanente con mi alergia, andaba con antihistamínicos en la cartera, altiro tomé, al rato al servicio de urgencias. No llegué al shock gracias a que entremedio mi médico guardián me contestó el teléfono y me dijo que me tomara 3, 4, 6 pastillas más de desloratadina más la clorfenamina, lo cual hice.

 

Claro que una vez salvada -y ahora sí que me gasté todas las vidas de todos los gatos y parece que más bien soy un tardígrado- empecé a investigar qué cresta fue lo que pasó, cómo pudo ocurrir que el odontólogo me asegurara que la pasta no tenía PEG, si claramente sufrí una reacción anafiláctica.

 

Entremedio, ese día 21 de abril, una de las primeras cosas que hice estando en el auto, cuando comenzó la reacción, fue pedirle a la clínica que me enviara una foto del envase de la pasta que usaron. Me la mandaron. Tres fotos. En el servicio de urgencias, justo de casualidad me atendió la misma doc Valentina que me salvó del shock de agosto del año pasado. Ella vio las fotos y me dijo “Qué raro, no aparecen descritos los excipientes” y pidió que me entregaran la pasta para análisis en laboratorio, porque claro, había que investigar qué me causó la reacción, aunque obvio que el único sospechoso es el PEG.

 

Finalmente, pasta en mano, me di cuenta de que no tiene registro en ISP, no dice cuáles son los excipientes. Empecé a buscar el origen, la marca, laboratorio, etc., y descubrí que esa marca, Alfa Dental, vende 9 productos que son legalmente medicamentos y que no tienen registro vigente en ISP. Ninguno. La pasta tampoco.

 

Así, el giro de los planes y proyectos de vida de 180° resultó inevitable. Hay un riesgo para la salud pública, que va mucho más allá de una alergia, porque se están vendiendo y se usan “insumos odontológicos” marca Alfa Dental en todo el país. Según su página web, venden desde 1998. Como no tienen registro ni autorización alguna, no se sabe qué contienen. Podrían tener caca de ratón, bacterias, quién sabe qué. Simplemente el riesgo es enorme, y como ser humano, más encima abogada, quedé obligada a dedicarme a hacer denuncias y mil cosas más, hasta que se solucione, y en estado de alerta permanente e indefinido. Ya no sólo por mi alergia, sino que por el riesgo para la salud pública. No puedo sustraerme, mirar para el lado, y seguir de largo. Me siento como un ciervo chiquitito en un bosque, sola, rodeada de cazadores. Acompáñenme, porfa. Saquemos a los cazadores.

PD: Quizás esta última "cosa rara poco probable" que pasó, no fue mala suerte mía, sino mala suerte para otros. Quien sabe qué cosas han pasado antes con otros pacientes, que no se supieron,  con esta marca que vende productos a diestra y siniestra, y gente que les compra sabiendo o debiendo saber que  no tienen registro en ISP.  Mala suerte para ellos, que esta paciente no tiene paciencia, que quedó en estado de alerta total, y más encima algo sabe de derecho. No les voy a perdonar el riesgo para la salud pública, y tampoco que casi hayan dejado a mis nietas sin recuerdos de su abuela. 

jueves, 21 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE TRES. ENCUENTRO CON ANIMALES DE PODER. TOTEMS.




PARTE TRES

 

Antes de entrar de lleno en la experiencia del encuentro con los animales de poder -tema que da para capítulo aparte- una pequeña explicación.

 

No soy una persona imaginativa en el sentido de, literalmente, ver imágenes en mi mente. Si cierro los ojos, es todo negro y pienso con palabras, no con imágenes. Esto no siempre fue así.  Recuerdo cuando chica haber tenido muchas imágenes, como películas, llenas de vida y colores y hasta sensaciones y olores. Recuerdo cuando pensé si acaso existíamos de verdad, o si quizás éramos un sueño de dios, altiro lo vi acostado durmiendo sobre nubes en el cielo, se despertaba y nosotros desaparecíamos. Fácilmente imaginaba dinosaurios, y en general supongo que todo lo que pensaba se convertía en formato video mental.

 

Pero eso desapareció en algún momento, no tengo idea por qué. Recuerdo, eso sí, cuando tenía como 14 años, la última vez que me apareció una imagen al pensar en mi papá. Esa era difusa, recuerdo la angustia de no poder ver su cara, aunque sí podía claramente sentir su presencia. No es que sintiera su presencia como si estuviera al lado mío, sino que lograba recordar cómo se sentía estar con él, pero no su cara.

 

En distintos momentos de un largo periplo de búsqueda espiritual, que empezó en 1973 cuando tenía 12 años, me encontré con distintas técnicas de meditación, por lo que no me resulta difícil “apagar” la mente. Simplemente no pensar. Ahí sí puedo insertar una imagen y quedarme ahí un buen rato. De hecho, lo hago hace años porque como a cada rato me dan shocks anafilácticos - algún día voy a escribir sobre eso, no sé cómo he sobrevivido a ocho- le hago el quite a la anestesia. Para no sentir dolor, le apreto un botón off a mi mente y me “voy” a una playa, y ahí me quedo feliz, en aguas cristalinas viendo peces de colores, y ni me entero de lo que me hacen. Excepto una vez que la dentista me preguntó si me puse bloqueador solar. Ante esa pregunta me jodí y sentí todo, aparte de tener ganas de triturarla.

 

Debido a esto, es que lo que relato a continuación fue tan sorprendente.

 

En estado de meditación, mejor dicho, trance, o de conciencia profunda (me carga cuando lo llaman alteración de conciencia), inducido por el sonido de tambor y guiado por Luis Flores, me encontré con un lobo. No lo inserté en mi cabeza, no lo inventé, simplemente apareció.  ¡Lo vi clarito! Conversé con él, me dijo que era mi compañero, desde siempre. No con esas palabras, es una comunicación verbal, pero al mismo tiempo a uno le llegan sensaciones, como si fueran mensajes, claramente no es algo que uno está pensando. Es algo que “llega”.  La sensación que me dio fue que estaba conmigo desde un lugar más allá del tiempo y del espacio. Su poder, el que me regala, es el de buscar caminos. Además, él en particular es el jefe de la manada, por lo que debe cuidarla, protegerla, estar siempre alerta. Lo que yo tenía que aprender de él era aullar. NI idea, hasta hoy, qué significa eso.

 

La comunicación y el encuentro con mi lobo fue una experiencia maravillosa, de verdad sentí que era -es- mi compañero desde siempre, y claro, después, ya fuera del viaje, me hizo mucho sentido. Estar alerta, cuidar a los demás, buscar soluciones, alertar peligros, defender a otros, etc., es algo con lo que fácilmente me puedo identificar. El lobo está definitivamente conmigo, y tengo mucho que aprender de él.  

 

Aquí, otro paréntesis: En lo personal me da lo mismo si acaso estas experiencias que uno vivencia como profundas, reales, sean de verdad en el sentido de las creencias y cosmovisión que uno tiene, o si son una creación del subconsciente. Me da lo mismo, vi al lobo y conversé con él, lo sentí, y de lo que no tengo duda alguna, es que me ayudó y lo sigue haciendo. Efectivamente, lo que hago, básicamente, es proteger a otros, y en ese momento de mi existencia, estaba aullando, pero quizás tenía que hacerlo de otra manera, no lo sé. Sólo sé que no voy a negar esa experiencia, y que ese encuentro determinó la necesidad agregar otro tatuaje: El lobo.

 

Así, tenía pendientes tres tatuajes: El árbol de la vida, la mariposa, y el lobo.

 

Desvío: El encuentro con el lobo fue tan importante, que me ayudó a decidir hacer algo que también tenía pendiente desde hacía tiempo, incluso quizás le hice el quite, o como quien dice, le saqué el poto a la jeringa, porque igual duele.  Cambiar mi segundo apellido. Los nombres y apellidos forman parte de nuestra identidad, son como la cáscara de la cebolla. Mi segundo apellido, Ureta, me resultaba insoportable desde hacía mucho tiempo, básicamente porque sentía -y siento- que no pertenezco a esa familia, a esa Tribu. Por eso hace años dejé de usarlo en redes sociales e incluso en escritos ante tribunales. Esta sensación de no pertenecer se hizo mucho más profunda e intensa cuando a raíz de haber hecho pública mi experiencia de abuso por parte del marido de una hermana de mi mamá, supe que mis tías no me creen. Incluso la cónyuge de mi agresor, quien era mi tía favorita. No sólo no me cree, sino que lo apoya. Entonces, ¿qué tengo que ver con esa familia? El puro ADN no me parecía suficiente, porque no siento orgullo de pertenencia, sino vergüenza.  A partir del encuentro con el lobo, se me ocurrió inventarme un segundo apellido que tenía que ser Lobo pero que no se relacionara con ninguna familia de acá, y terminé encontrando la palabra Lobo en lenguaje Navajo: Maikoh. Los Navajo regalaron su lenguaje durante la Segunda Guerra Mundial, y gracias a esa generosidad se creó el “Código Navajo”, que los Nazis nunca lograron descifrar. Debido a eso, al hecho que ellos mismos regalaron su lenguaje a la humanidad, es que usar una de sus palabras como apellido no es apropiación cultural. Por el contrario, es, para mí, un homenaje.

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Poco después del encuentro con mi compañero Lobo, en un segundo viaje, mientras conversaba con él pasó un colibrí o picaflor, precioso, colorido. Pasó varias veces, interrumpiendo mi encuentro, y yo, torpe al máximo, estaba por decirle que se dejara de joder, cuando se posó sobre mi brazo y me miró. En ese momento entendí que ¡también era mi compañero! No estaba conmigo desde un “siempre” incomprensible para nosotros como el lobo. Me dijo que 10 años, aunque ellos parece que no tienen un concepto exacto de tiempo. Su poder es el de saber dónde ir. No hay que dejarse engañar: el colibrí es chiquitito, capaz de quedarse quieto aleteando y salir disparado en cualquier dirección, es alegre, pero sabe qué es lo que tiene que hacer.  Mi compañero colibrí es el que me hace parecer dispersa, doy vueltas, me río de cosas serias, etc., pero de a poquito llego donde sea que tengo que llegar.

 

Curiosamente (o quizás no), lo que me dijo el colibrí sobre el tiempo que lleva conmigo, coincide más o menos con la llegada de Carlos a mi vida, con haber pasado de tener un prontuario de relaciones de pareja que no iban a ninguna parte, a una que tiene las tres R, fundamentales para toda relación sana: Respeto, Reciprocidad, y Reconocimiento, por parte de ambos.

 

Así, acumulé pendientes cuatro tatuajes: Árbol de la vida, mariposa, lobo y colibrí.

 

Le comenté a Carlos que me iba a hacer estos tatuajes, porque sólo sabía lo del árbol de la vida y la mariposa.  Ambos tatuajes podían pasar piola, pero agregar lobo y colibrí ya es otro nivel de cuerpo dibujado.  Él no es de muchas palabras, sino de gestos y con sus gestos dice todo. Me pasó un libro que ya tenía (literalmente colecciona libros y los lee todos) sobre la historia de los tatuajes para que lo leyera.  Casi me da un soponcio cuando lo fui hojeando (me dio lata leerlo completo, las puras fotos eran suficientes), porque según el libro los tatuajes empezaron con los marineros que echaban de menos a sus mujeres y se tatuaban los nombres o corazones con flechas, de ahí pasaron a las prostitutas y delincuentes, a símbolos de pertenencia a alguna mafia u otras asociaciones ilícitas, bandas, y punto. Quizás pensó que yo iba a terminar marcándome a mi misma como delincuente, no lo sé, pero como tiene la R de respeto, no me iba a decir que no me los hiciera.

 

¡Nada que ver! La historia de los tatuajes, cuando uno la investiga, es completamente distinta y opuesta a lo que se indicaba en el libro, que terminó en la basura. Carlos mismo lo botó a la basura hace poco, lo cual es también un tremendo gesto porque jamás se deshace de libros, ni los presta. Son sus tesoros.

 

 Aquí mismo en Chile, se encontró una momia con un tatuaje, perteneciente a la cultura Chinchorro, que data aproximadamente del 2000 AC.   El “Hombre de Hielo”, otra momia encontrada dentro de un glaciar en Los Alpes tiene 77 tatuajes. Se calcula que tiene 5.200 años de antigüedad.  ¡Qué marineros, prostitutas y delincuentes ni que nada! En serio, pensar que los tatuajes están limitados a esos temas es puro prejuicio o ignorancia.  Es cierto que los Romanos le “copiaron” a los Celtas la técnica para hacer tatuajes, y pervirtieron el sentido que tenían para ellos, utilizándolos para marcar a personas por su conducta como castigo, y por supuesto, la máxima y espantosa expresión del uso perverso de tatuajes para marcar a seres humanos fue la de los Nazis. Pero la historia completa es otra. Mucho más compleja, más profunda, y, por cierto, impresionante y hermosa.

 

Pasó el 2020 a punta de puro zoom, cuarentenas, encierro. Imposible hacerme los ansiados tatús. La primera mitad del 2021 fue más de lo mismo. Había que puro adaptarse y tratar de sobrevivir a la pandemia, pero me enfermé y tuve que salir de la cueva. Bueno, en realidad ya estaba enferma porque tenía atrapado el nervio del brazo desde el 2019.

 

Recién en julio de 2021 me operaron el brazo, una vez que permitieron las cirugías “electivas”. Nunca entendí qué tanta elección podía tener, si apenas podía escribir, pero, en fin, oficialmente era electiva y por eso se postergó. Por fin me operaron, y demoraría varios meses en recuperarme. Cuando ese nervio se atrapa, uno siente como corriente hasta la punta del dedo índice, aparte del dolor de todo el antebrazo. Cada movimiento de la muñeca… mejor ni explico. La recuperación es lenta.

Desvío: El atrapamiento del nervio radial al nivel de la muñeca, alias Síndrome de Wartenberg, es “raro y representa el 0,7% de las lesiones no traumáticas de la extremidad superior”. CERO COMA SIETE POR CIENTO. Guarden este dato para más adelante.

 

Justo después, cuando todavía ni sanaba bien la cicatriz del brazo, entre agosto y septiembre de 2021 me operaron dos veces. La primera operación fue por “endometrio engrosado”, que tenía, en mi caso, pocas probabilidades de ser cáncer porque no tenía ninguno de los “factores de riesgo”, pero había que aplicar bisturí y hacer biopsia urgente. Nada de electivo.

 

Entremedio, el doc también me pidió exámenes de pechugas, y me tuve que hacer también, una biopsia. La doctora que me atendió, encantadora, amorosa, tenía un símbolo tatuado en el brazo, en la zona de la muñeca por el lado de la palma de la mano, es decir, interior. Me llamó la atención justamente porque tenía pendientes mis tatuajes, y le pregunté qué significaba el símbolo y quién se lo hizo. Era un símbolo hindú que significa “calma”, me contó que se lo hizo para mantener calma en momentos de estrés, y lo hace mirando su brazo y tocando el símbolo. ¡Me encantó! Ella me dio el dato del lugar donde se hizo el tatuaje.

 

Terminado el proceso de extracción de la “cosa” que había que biopsar, me dio un shock anafiláctico. El octavo. Código azul, corriendo al servicio de urgencias dentro de la misma clínica, y mientras me tenían llena de agujas y medicamentos a la vena, llamé por video a la colega de la contraparte en un juicio que teníamos audiencia ese día para pedirle que la suspendiéramos. Obviamente me salvaron, una vez más, salí de ahí al día siguiente bien, con el dato del tatuador y una nueva fecha de audiencia. 

 

Me cargan las estadísticas, porque cuando te dicen que tienes, por ejemplo, un 1% de probabilidades de que algo ocurra, y te ocurre, ese porcentaje se convierte instantáneo en un 100%. ¡Y siempre me pasa! A veces incluso le advierto a los docs que soy igualita al personaje “mala suerte” de los Picapiedras, ese que andaba con una nube encima y llovía sólo sobre él. De hecho, según Carlos que es economista y todo entero matemático, definitivamente no existo. Una vez -hace años- hizo el cálculo, no sé cómo, con todas las enfermedades, efectos secundarios o adversos, shocks anafilácticos y etcéteras altamente improbables que me han ocurrido y llegó a esa conclusión. ¡No existo!

 

Me sacaron el endometrio, hicieron la biopsia, y las pocas probabilidades (10%) de que fuera cáncer se convirtieron instantáneo en 100%.  Era cáncer. ¡Mierda!  Entonces, en cuestión de un par de días vino la segunda operación. Histerectomía total.  Gracias a la intervención oportuna y dedicación de varios médicos, quedé “cáncer free”, pero obviamente durante los próximos 5 años sujeta a estrictos controles, pero el susto entremedio no me lo quitaba nadie.

 

El tema del cáncer fue como un rayo que me cayera directo a la cabeza. O el martillo de Thor. Me hizo replantearme un millón de cosas, y mientras me recuperaba de la segunda operación (son 30 días de reposo), a propósito de “cosas pendientes que no he hecho y más vale que me apure en hacerlas”, me acordé de los tatuajes.

 

Vencí todos los miedos, uno por uno. ¡Qué miedo a que me discriminen ni qué ocho cuartos! ¿Miedo a que algún miembro del poder judicial me mire feo durante una audiencia o un alegato porque tengo un tatuaje? ¡Filo! Llevo casi 30 años tramitando juicios desde que era estudiante, me gané el derecho a que me respeten por mi trabajo y punto. (Deberían hacerlo igual, pero…sin más comentarios). Además, me acordé de Patty Muñoz, Defensora de la Niñez. Si ella puede hacer su pega, infinitamente más compleja y expuesta públicamente que la mía con sus tatuajes, entonces yo también puedo. Corta.

 

¿Miedo al dolor? Desapareció. A lo largo de los años y múltiples procedimientos sin anestesia por mi famosa alergia, descubrí que tengo alta tolerancia al dolor, y además me voy a mi playa a tomar sol sin bloqueador solar mientras el dentista me hace no sé qué cosa, porque me voy tan lejos que ni me entero.

 

¿Miedo a lo que piensen los demás, en general? Fuera. El tatuaje es para mí, no para los demás.

 

¿Miedo a sufrir un shock anafiláctico por la tinta? Era cuestión de usar tintas naturales, encontrar al tatuador.

 

¿Miedo a hacerme un dibujo en el cuerpo y que después no me gustara o arrepentirme? Eso lo resolví gracias a Aliexpress. Me compré tatuajes de lobo de esos que se pegan, me los puse, y lo único que me cargó fue precisamente que no quedaban bien ni para siempre. Sin duda me iba sentir bien con un dibujo -o más de uno- en el cuerpo de por vida.

 

Fue así, que me determiné ¡por fin! A hacerme los tatuajes, y comenzó la peripecia de la búsqueda de qué dibujo específico tatuar, cuál mariposa, cuál de todos los árboles de la vida, lobos y colibríes, en cuál parte del cuerpo, si acaso las tintas tienen el maldito polietilenglicol, y por supuesto, quién lo hace.

 

To be continued…

 

Atte., Aweli Vintage, escribidora. Buscadora de caminos. Sobreviviente.

PD: Hoy en día los tatuajes, la decisión de hacerlos o no, qué tatuarse, en cuál lugar del cuerpo, cuántos, son muy personales. No pretendo, de ninguna manera, imponer ideas ni mucho menos. Es sólo un relato de sucesos y procesos interiores.

 


martes, 19 de abril de 2022

TATUAMIGOS, PARTE DOS: CAMINOS, ENCRUCIJADAS Y VERICUETOS.

 

PARTE DOS. 

 


Mi tatuamigo lobo. 


En este momento tengo ocho tatuajes, aunque no estoy segura.  Quizás son nueve o doce. Depende de cómo los cuente. Por supuesto que podría dejar esta historia hasta aquí, con un párrafo -miserable- que relata una cantidad de tatuajes, pero no tendría ninguna gracia. Estoy embalada escribiendo y no pienso privarme de la diversión.  Mis dedos vuelan por su cuenta y quiero plasmar el cómo, los cuándos y los porqués. Aunque nadie lo lea. Estoy entretenida escribiendo sobre cómo pasé de sólo soñar con un tatuaje en el año 2007 y no hacérmelo por miedo, a tener varios en el 2022, derribando todos los miedos, uno por uno, y terminar sintiéndolos como “amigos”, además del tema de los tatuajes mismos. 


Árbol de la vida, mariposas, lobo, colibrí, águila, trisquel, aegishjalmur, Doncella de Altái. Cada uno de ellos obedece a un proceso (que espero sea de crecimiento), y tiene un significado por sí mismo. Quiero escribir sobre todo eso, independientemente de si alguien lee lo que estoy escribiendo o no. Es casi como una conversación conmigo misma, sólo que sale de mi cabeza y mis dedos teclean.

 

Así las cosas, mantengo la misma advertencia de la parte uno, y agrego: esta vez además de la dispersión que no puedo evitar, aclaro que el tema de los tatuajes es un proceso interior que se exterioriza y termina con las marcas en el cuerpo.  El camino es largo.  Hay idas y vueltas, avances, retrocesos, y vericuetos que son largos. Pido paciencia, hay un final feliz.

 

Paréntesis: Creo que al menos mis nietas van a leer todo esto algún día, porque mi nuera, Bietush, alias “la gorda” (de puro cariño, es super flaca), tiene un archivo de “Cosas de la abuela Solange” donde guarda todo lo que escribo. Las serias y las leseras.

 

Cuando tomé la decisión de tatuarme el árbol de la vida sobre la cicatriz de la operación de la cadera, el significado del árbol y el lugar del tatuaje no eran banales, ni una cuestión de vanidad, ni mucho menos.

 

El dolor y las limitaciones físicas que sufrí durante años por la artrosis de la cadera antes que me operaran fueron significativos, tanto en intensidad como en cuanto a la alteración de la vida cotidiana y de las expectativas que tenía con relación al presente y futuro. Además, vivir con dolor 24/7, 365 días al año, significó perder capacidad de concentración, dormir mal, alteración de toda la vida familiar. Detalles como que, si se me caía algo y me resultaba imposible agacharme a recogerlo, obligaba a los demás a acudir en auxilio, o que si caminábamos en un paseo todos los demás tenían que ajustarse a mi ritmo, etc., formaban parte de perturbación de las actividades, hábitos y costumbres que hasta entonces teníamos. Pero así es la vida, uno envejece y el cuerpo se echa a perder, no hay vuelta que darle. Sobre todo, si una nació con las caderas chuecas en 1961, antes que se hicieran radiografías a todos los recién nacidos para descartar displasia de las ídem.

 

Me explico:  La cadera me empezó a doler más o menos 2014-2015. Simplemente me dolía caminar, subir escaleras, sentarme, pararme… cualquier cosa que hiciera me dolía. Ahí tomé conciencia de la importancia de las caderas, que hasta entonces daba por eternas.  Tuve que alterar hasta mis tiempos, porque tenía que caminar más lento, entonces anticipándome al sufrimiento, en vez de salir al centro para ir a alegar a la corte o a una audiencia con una hora de anticipación, tuve que agregarle primero 15 minutos más, después media hora, etc.  No era solo sufrir dolor, era pensar en lo que iba a sufrir, sí o sí.

 

Fueron dos o tres años de consultas médicas, kinesioterapia, ejercicios, medicamentos y demases, intentando evitar un implante, entre otras razones por mi edad. Las prótesis de cadera se tienen que cambiar, algunas duran 10 años, otras más, pero en algún momento hay que pasar de nuevo por todo el proceso de la operación. El doc me decía que yo era muy joven, porque claro, al principio tenía 53 años. La idea era retrasar la operación, pero para el 2017 ya no daba más. No era dolor; era suplicio, tortura. La única solución era convertir una parte de mi cuerpo en algo biónico y asumí que me iban a detener para siempre al pasar por detectores de metal. Claro que después de la operación y con el pasar del tiempo desarrollé estrategias, sobre todo en los aeropuertos. A veces me dejaban pasar rápido cuando avisaba de antemano que tenía un montón de titanio metido en la pierna y ofrecía mostrar la cicatriz. Los funcionarios, quienes con tal que yo no me bajara los pantalones delante de todo el mundo, me decían “No se preocupe, pase”, en el idioma que correspondiera según el lugar.  Por supuesto, esa estrategia desaparecería al tapar la cicatriz con el árbol de la vida, pero no fue por esa razón que me demoré cuatro años en hacerme ese tatuaje.

 

Paréntesis: Mi amiga Mónica -quien participaba de las tertulias eternas en casa de P.- leyó la primera parte de “Tatuamigos”, y amorosa, mandó el siguiente mensaje, para integrarlo a la segunda parte:

 

Mientras te leía, imposible no recordar aquellos tiempos en donde, en medios de nuestras conversaciones aparecían los problemas que te causaba los dolores de esa cadera, tus paseos interrumpidos y luego cuando fui a verte a la clínica e hicimos tu primer paseo post cirugía y pensaba “han pasado 5 años de eso ya, ¡qué heavy!”

 

Si, todo ese período fue duro, y el hecho de haber podido superarlo, merecía más que celebrar en un restorán.

 

La única duda que me quedó después de la operación fue qué va a pasar con el titanio cuando me vaya de este mundo y cremen mi cuerpo. Lo único que sé es que no se puede donar. Quizás se pueda reciclar, sigo con la duda.

 

Para mí, las cicatrices no son feas. Las arrugas tampoco. Son recuerdos, y hartos.  Símbolos. Las de las cesáreas eran memoria grabada del nacimiento de mis hijos. Las cicatrices de porrazos me encantan, porque todos fueron por bruta y me permiten reírme de mi misma. Son tres: una vez que iba bajando un cerro en una patineta cuando tenía 10 años, mi hermano algo me dijo, me di vuelta, perdí el equilibrio y aterricé arrastrando la pera sobre el cemento.  A los 16 me saqué la cresta en moto.  Una de mis piernas tuvo un encuentro cercano del tercer tipo con un alambre de púas, aparte de fracturarme la rodilla y una costilla.  En el 2011 a Titán se le ocurrió perseguir a un gato y de puro gil no lo solté. Obviamente, siendo él un cachorro gigante determinado a conseguir su objetivo -probablemente sólo oler al pobre felino- y con capacidad de superar sin dificultad y con creces mis fuerzas, sufrí un aterrizaje forzoso sobre cerámica y justo, qué mala pata, mi ojo se incrustó en un borde afilado.  Doble mala pata: al ir a la clínica me pusieron la vacuna contra el tétanos y me dio un shock anafiláctico. 

 

Entonces las cicatrices son parte de la historia de vida, incluso símbolos de sobrevivencia, de superar dificultades.  No siento la necesidad de ocultarlas.  La decisión de hacerme un tatuaje sobre la cicatriz de la operación de la cadera era más una excusa para ¡por fin! hacerme un tatuaje, que querer tapar algo que para los demás es “feo”, y lógicamente, el símbolo del árbol de la vida era perfecto.  Había que dejar pasar cerca de dos años para poder hacer el tatuaje. Hay que esperar a que cicatrice completamente antes de hacer una intervención que implica romper la piel, así que el plan era hacerlo en el 2019.

 

De hecho, ahora que lo pienso, quizás los tatuajes son una especie de marca que una misma quiere dejar en el cuerpo. Una marca que habla, que al igual que las cicatrices, de heridas del alma.  Significan recuerdos o duelos, pero, además, pueden significar logros, transformaciones, trascendencia, rendirle homenajes a algo o a alguien, y sueños. Todo eso y mucho más, dibujado en el cuerpo para siempre. Identidad.

 

Tenía totalmente decidido hacerme el tatú del árbol de la vida en el 2019, pero de vez en cuando la vida nos obliga a cambiar de planes. Nos pone lomos de toro por delante. A veces una misma comete errores, o decide privilegiar otras cosas auto boicoteando proyectos. A veces puede ser mala suerte (o buena), karma, destino, o como sea que se llame a cosas que suceden que no dependen de uno y que obligan a tomar un desvío en el camino que se pensaba recorrer.

 

También a veces ocurren sucesos que parecieran estar tejiendo una red invisible de causas y efectos, que cambian el rumbo de planes y proyectos, de sueños y esperanzas, y al final de cuentas uno ni sabe si acaso hubo el desvío de un rumbo, o si quizás los obstáculos no lo eran. Quizás eran un aviso “pare” o “ceda el paso” y lo que parecía ser un obstáculo terminó llevándonos a un lugar mucho mejor. Quizás eran una brújula que muestra el norte sin que uno lo sepa, mostrando un camino nuevo, y no un desvío.  Claro, esas son encrucijadas y uno tiene la libertad de decidir cuál camino toma, y supongo que esas decisiones marcan el futuro.

 

Bueno, resulta que todo lo anterior ocurrió. Lomos de toro, olas que sortear, una y otra vez, entre el 2018 y el 2021.

 

En el 2018, antes que tuviera permiso para hacerme el tatuaje soñado, me vi enfrentada a una encrucijada sin señalética, y tuve que decidir cambiar de rumbo.

 

Ese año vino la crisis de flashbacks del abuso y violación que sufrí por parte de un tío. Fue la segunda, la primera fue en el 2001.

 

Esas eran heridas abiertas del alma, que sangraron y permanecieron invisibles para los demás, escondidas, secretas, durante décadas. Viví con una parte del alma secuestrada por un daño imposible de describir durante 45 años, atrapada como una mosca en una telaraña de engaños tejida meticulosamente por mi agresor, que quedaron impregnados en lo más profundo de todo mi ser. La telaraña estaba bien hecha, hilada de manera fina y firme.

 

Quedé atrapada, en silencio, amordazada, hasta el 2018.

 

La crisis de flashbacks de ese año fue gracias (¡y lo agradezco desde el fondo del corazón!) a una entrevista que le hicieron a James Hamilton en Estado Nacional, en la que habló sobre el proyecto de ley que se estaba tramitando sobre la imprescriptibilidad de los delitos de abuso sexual infantil. Habló del derecho al tiempo de las víctimas. Viendo el programa, mientras la mitad de mis neuronas sostenían una discusión jurídica porque la prescripción se supone que es un pilar indestructible del derecho, la otra mitad se conectó con un par de recuerdos de situaciones que uno no quisiera haber vivido jamás, pero que sucedieron.

 

Me quedé dormida. Desperté al día siguiente, inundada de recuerdos desordenados, una tormenta interior, devastadora. Entre la angustia, el dolor, y mil cosas más, me di cuenta de que llevaba como 20 años dedicada al derecho de familia, (mucho antes de titularme) área del derecho que no se trata sólo de pensiones de alimentos o divorcios, sino que, lamentablemente, muchas veces de intentar proteger a niños, niñas y adolescentes quienes han sufrido malos tratos. Entre otros, el abuso sexual infantil intrafamiliar. Choqué de frente con mi propia inconsecuencia. Me dedicaba al “rescate” de otros, pero nunca me había rescatado a mí misma.

 

Así, me determiné a dejar de lado la inconsecuencia, y hacerme cargo de una vez por todas, mirando de frente, el horror.  Tiempo después, gracias a un diplomado que hice en Fundación para la Confianza (@paralaconfianza en twitter, la amo), comprendí que no es que hubiera sido inconsecuente: sencillamente el daño causado me había impedido hacerlo antes. Los recuerdos enterrados son un mecanismo de sobrevivencia.

 

Fueron meses de angustia, de dolor, pena, rabia y frustración inmensos. Tomé conciencia también, que no era la única persona que estaba en la misma situación. Haber sufrido abuso sexual siendo niña o niño, y no poder denunciar porque estaba prescrito, cuando el dolor no prescribe y la herida sangra para siempre. Apareció la necesidad de poner mi experiencia al servicio de los demás, de las víctimas, de la sociedad. Carta aviso a mi agresor de término de silencio. Twitter. Protesta Roja. Pulseras Rojas. Gritar a viva voz, en vez de mantener el secreto que sólo ayuda a pederastas.

 

Todo eso fue más que un desvío en el camino, fue ver y recorrer otro distinto, que sigue estando presente hasta hoy.

 

El derecho al tiempo de las víctimas estaba representado por una mariposa, un hermoso símbolo de transformación.

 

Entonces, ese camino me llevó a decidir que además del árbol de la vida, me tatuaría una mariposa.

 

PD: El tema de la prescripción del abuso sexual infantil está explicado en la página web www.protestaroja.com . La #ProtestaRoja y #PulserasRojas también.

 

Después de la operación de la cadera, en el 2019, se me ocurrió salir a protestar con mi Djembé. Le di duro durante como tres horas. Resultado, una cuestión que se llama Síndrome de Wartenberg. Es un atrapamiento del nervio radial, y créanme, duele. Más encima toqué el Djembé con la mano izquierda, por lo que el nervio afectado fue el de mi mano útil. Nuevamente, alteración de la vida cotidiana, no podía abrir un tarro de mermelada y, al final, ni siquiera poder escribir usando el teclado del computador. Obligada a dictarle a Word y después corregir mil detalles de cada escrito, de cada publicación.  Al igual que la cadera, primero kine, y después había que operar, pero vino la pandemia, la suspensión de cirugías, viví de nuevo con dolor hasta julio de 2020 en que por fin me operaron. Ahora tengo otra cicatriz de recuerdo, en el brazo, que parece una serpiente.

 

Mis tatuajes del árbol de la vida y de la mariposa seguían esperando, en pausa, pero nunca se me olvidaron. 

 

Durante esta pandemia -de mierda- que ha provocado tantas muertes, sufrimiento y a la que nos hemos tenido que adaptar, viviendo encerrados, etc., una de las cosas que decidí hacer fue aprovechar el encierro y la tecnología, y estudiar. Entre 2020 y 2021 hice dos diplomados, y no sé cuántos cursos relacionados con mi trabajo, pero no tenía por dónde o cómo aprender algo nuevo, algo que se supone que hay que hacer para que el cerebro y el alma no se queden pegados en un solo tema.  Justamente las clases de percusión en 2019 tenían ese objetivo, pero me hice bolsa la mano yo misma, y no pude continuar. Tenía que encontrar algún curso que se pudiera hacer por zoom, que fuera sobre algo totalmente distinto a lo que habitualmente estudio.

 

Fue así, que llegué a los talleres de Luis Flores. Uno de ellos era sobre chamanismo. El chamanismo ha sido, desde hace años, la visión o comprensión espiritual que más sentido me hace, después de un largo recorrido en que el descarté religiones que imponen una verdad única, que discriminan y hasta descalifican a quienes no la profesan, grupos que en el fondo son sectas, etc. La lista de esa búsqueda a lo largo de la vida es larga.

 

El chamanismo me había llegado antes, de chiripa (se supone), en el 2017, previo a la crisis de los flashbacks. Mi hermana, la rucia Vikinga que es toda entera una guerrera de luz, y que vive en Llanquihue, me pidió que la fuera a buscar un viernes al aeropuerto y la llevara a Los Andes, donde iba a pasar el fin de semana en una actividad importante para ella. Obviamente, le dije que sí. Cuando ya íbamos en camino hacia Los Andes, me contó de qué se trataba, era una especie de retiro o encuentro de gente con un chamán español, quien aprendió de los Q´ero del Perú. ¡Era lo que me faltaba! Así que en un santiamén nos viramos de vuelta a Santiago a buscar un pijama y un par de cosas más, avisarle a Carlos que volvía el Fomingo (¡Cuánta paciencia tiene mi marido!) y partir al toque de vuelta hacia Los Andes. Ese fin de semana me cambió la forma de ver y de significar las cosas, aunque no es algo automático, pero si un nuevo camino por recorrer.


Así, cuando en el 2020 en plena pandemia apareció el taller de Luis sobre Chamanismo, me inscribí. En ese taller, Luis habló sobre los animales de poder, que también se llaman tótems, animales compañeros espirituales, y en algunos aspectos también se parecen al concepto de nahual.  En ese taller hicimos viajes chamánicos -sin ayahuasca, no es necesario- y me encontré con una tremenda sorpresa. 

 

Continuará.... 


Atte., Aweli Vintage, escribidora. Sobreviviente. Rebelde con causa. @solangeabogada en twitter.