(Entrada a la sastrería)
Telas en mano, partimos Mary, Ken, Carlos y yo al sastre que le hacía la ropa a ellos, ultra recomendado. Mejor dicho, recomendada, era mujer.
Pensé que sería como cuando acá voy donde Manuel, que me hace las bastas de los pantalones y le corta los brazos a mis chaquetas hace como 20 años. Ustedes queridos lectores y lectoras, saben que mido poco más que metro y medio, entonces nunca jamás de los jamases una chaqueta o un pantalón me quedan bien. Las mangas de las chaquetas siempre me llegan como a la mitad de la mano, y los pantalones para qué decir, así que Manuel es indispensable. Cuando voy donde él, siempre está trabajando con una huincha de medir colgada del cuello en su máquina de coser eléctrica, y detrás su ayudante, con otra máquina ídem. Es fácil, me pruebo la prenda, Manuel mide, pone alfileres con los que me suelo pinchar cuando me saco la cuestión, me da un papelito y vuelvo en dos semanas a buscar la ropa, el día que él me dice. Cuando llego, nunca está listo, entonces Manuel me dice "Le juro que se la tengo para mañana", y mañana sí está listo el trabajo, aunque en varias oportunidades llego de vuelta con una pierna más corta. Nunca sé si soy yo la chueca, o si es el pantalón, pero igual me los pongo porque si se los llevo de vuelta a Manuel, seguro que no va a estar listo hasta la próxima temporada.
Pero la sastrería no era como la de Manuel. Era una especie de galpón, enorme, oscuro, de nuevo sin energía eléctrica, lleno de sastres y sastras en filas, cada uno son su propia máquina de coser, a pedal. Ahí sí que hacía un calor infernal.
Afuera, una mujer vendiendo hielos. Alegre, como casi toda la gente que vi. Estaba feliz con los cubos de hielo sobre su cabeza, y por supuesto que ni a palos podíamos comprarle un hielo, por las razones explicadas en la entrada anterior.
Nunca me imaginé, ni vi en ninguna película, un lugar así. No estoy exagerando, eran cientos de sastres ubicados cada uno en su lugar, con sus máquinas de coser a pedal, y como el techo era alto y de zinc no era sólo el calor, sino que el ruido era como escuchar a un millón de crujidos eternos, con eco, por el movimiento de los pedales.
Mary sabía perfectamente cuál era el lugar de su sastra, así que pasamos rápido por las filas. La sastra, encantadora y risueña (ya, no lo voy a volver a repetir, de ahora en adelante presuman que todos los nigerianos y nigerianas son risueños, a menos que les diga lo contrario), y me empezó a mostrar revistas con diseños de vestidos, blusas y faldas, para que yo eligiera. Parecía una revista de los años 60, algo así, pero de ropa africana. Como yo no entendía nada de nada, elegí al azar. Ella me tomó decenas de medidas, algo que yo jamás había visto. No era sólo el largo, ni la cintura o el busto. Eran los brazos, la distancia del cuello a la cintura, una cantidad considerable de detalles.
Hay básicamente dos tipos de vestimenta: Vestido completo, que lleva un cierre largo en la espalda, o una blusa ajustada que también lleva cierre en la espalda, con una falda que se envuelve y se amarra. Ambas tienen que rozar el suelo, esa es la regla.
Realmente no sé cómo se las arreglan, porque si uno engorda un solo kilo, ya no va a cerrar el vestido ni la blusa.



Cada día más entretenida y muy curiosa con el relato de esta gran aventura. Escribe muy bien, a la espera de lo que viene
ResponderEliminarGracias! Me encanta leer comentarios!
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